Hace un par de semanas me llegaron a través de Twitter unas declaraciones de Bel Olid extraídas de un programa radiofónico de la SER que decían: "Me gustaría que mi último libro lo leyeran machirulos como Enric Vila". Aunque Olid me parece una escritora más bien superficial, de estas que utiliza el sexo para hacerse la misteriosa, la vulgaridad del comentario me llamó la atención.

Me recordó a una amiga que, después de abrazarme para celebrar que le habían dado un buen trabajo, me sobó el culo como si fuera su secretaria y hubiéramos retrocedido a los años 50. También recordé a un lector gay, que conocí en un bar de una manera curiosa: me tocó las tetillas para asegurarse que no mentía cuando trataba de convencerlo que no comparto sus gustos eróticos.

El hecho de que la mujer haya sido arrinconada durante siglos se ha convertido, últimamente, en un arma para mantener bien altos los muros de la confusión y la demagogia. Ahora que ETA ya no mata e incluso el presidente de Turquía utiliza el recuerdo de los nazis para legitimarse, acusar a los hombres de machistas es una vía eficaz y fresca, aparentemente inocente y justiciera, de hacerles callar o desacreditarlos.

En un correo del Ateneu dudosamente legal que pretendía hacer campaña contra la candidatura Orden y Aventura he leído que un servidor "odia un poco las mujeres". Me temo que, no hace muchos años, suponiendo que hubiera tenido vagina, en el correo se habría podido leer que era una puta o una señora de moral distraída. O vete a saber: quizás el corresponsal habría dicho que iba mal follada para criticar mi independencia.

A medida que las mujeres ganan espacio público su mundo se va llenando de grosería, agresividad y dogmatismo, como así ha sido siempre el mundo de los hombres. Es verdad que si tienes la madre idealizada el fenómeno impresiona, pero todo es acostumbrarse. A mí hace tiempo que me enternece ver como las señoras que conozco pierden la cabeza con tanta o más facilidad que los hombres, en cuanto adquieren una pizca de poder o de presencia.

La prensa tendría aquí tema para explotar y no creo que los periodistas ayuden a nadie tratando la feminización con beatería y alarmismo. Se puede lamentar, como hacía el Ara en un especial publicado sobre la mujer este domingo, que algunos bares ofrezcan dinero y copas gratis a las chicas prestas a quitarse las bragas. Pero también habría que preguntarse si es posible desvincular estas ofertas del hecho de que la vida sexual se haya intentado reducir tan agresivamente a una forma de simple ocio.

¿Si cada uno puede hacer lo que le complazca con su cuerpo, como insisten tantas feministas cada día en la prensa, por qué las chicas jóvenes no tienen que poder vender su chocho por 100 euros y una copa? ¿Si las antinatalistas pueden proclamar que tener hijos es injusto porque la vida es dura y no se puede imponer, mientras los diarios trinchan los valores católicos, qué ideas no van a tener los empresarios del turismo?

No es sólo culpa de la historia que incluso la política se haya ido volviendo un mercado sensacional de carne humana a medida que la feminización ha ganado terreno, en las últimas legislaturas. Quizás al feminismo le falta un poco de espíritu y le sobra una pizca de materialismo y de obsesión por la soberanía corporal. Lástima que el tiempo se me acabe, porque la discusión se alargaría.