Gare du Nord, siete de la tarde. Todos los rostros del planeta confundidos. Es la hora en la que todo el mundo tiene prisa. Hay que volver a casa. Las arterias de las nuevas polis son subterráneas y uniformes. Te cruzas con centenares de personas sin ser consciente que tu vida puede acabar ligada a su destino. Tu vida puede cambiar en un segundo. Esta es la nueva realidad que impone la nueva guerra que se combate en París, en Francia, en Europa.

En las escuelas francesas, los niños aprenden ahora cómo reaccionar a un posible ataque terrorista. Tienen clases especiales donde las lecciones se titulan "Como desalojar el edificio en caso de bomba" o "Como protegerse si unos tipos armados penetran en la escuela para asesinarte a tiros de forma aleatoria". También aprenden Molière, Gay-Lussac y Austerlitz. Como los japoneses con los terremotos, integran el miedo dentro de la normalidad académica.

Esta es la nueva Francia. El miedo ha pasado a formar parte del paisaje. Los boulevards racionalistas y perfectos de sus ciudades, dibujan una nueva anatomía. Es imposible olvidar el horror. En cada esquina la Gendarmerie, la Police o los militares se pasean en grupos de cuatro o seis simulando Terminator. El dedo índice muy cerca del gatillo de sus metralletas de última generación.

Los titulares de prensa se escriben con interrogantes. ¿Por qué? ¿Hasta cuándo? ¿Quiénes somos? ¿Tenemos derechos?

Esta es la nueva Francia.

Razones hay muchas. Nada pasa por un solo motivo y hay de bien curiosos. Por ejemplo, en Francia, un estudio demográfico completo era casi imposible. Hasta el 2004 la compilación de los datos étnicos, raciales y religiosos de los ciudadanos era ilegal. En un ejercicio que connotaba una cierta soberbia –o quizás una gran ingenuidad– la realidad francesa oficial era el resultado de meras impresiones. De alguna manera, aquella prohibición a una investigación científica permitía a las élites, de derecha y de izquierda, negar la realidad demográfica. Prohibir las estadísticas que producen una radiografía social objetiva aduciendo que así se evitaba el retorno de las persecuciones raciales al estilo de la Francia de Vichy. Parece una boutade, pero era una razón válida hasta los inicios del siglo XXI. Aunque en el 2004 se flexibilizaron las condiciones legales de estos censos, todavía hoy muchos estadísticos o demógrafos insisten en mantener la prohibición de facto en estas investigaciones.

La sociedad francesa (y la europea) se ha contemplado demasiado tiempo en el espejo de complacencia, hasta que los terroristas islamistas han hecho del asesinato una normalidad. Las muertes de inocentes en las terrazas, en las salas de música, en las redacciones de los diarios, en las escuelas judías, en los supermercados o mientras se asiste a fuegos artificiales, han sacudido definitivamente nuestras conciencias. Y todavía hoy los políticos y los intelectuales franceses no encuentran forma de acomodar los cambios demográficos drásticos de su país, incluyendo el surgimiento del Islam. Eso les haria enfrentarse con demasiados conceptos históricos –o fantasías– que forman parte del meollo de la concepción de su sociedad utópica. La França de la Liberté, Egalité, Fraternité en la que creían vivir era mentira pero aceptarlo era impensable. Conceptos como la superioridad del "modelo social francés"; la capacidad de asimilación única de la sociedad francesa; la igualdad por el bien de la igualdad; la primacía de los valores individuales sobre los familiares; el secularismo, la creencia de una supuesta afinidad política y estratégica con el mundo árabe y musulmán... eran tan grandes que impedían cualquier otra reflexión. Era imposible que Francia hubiera dejado de ser "la France"...

La lengua francesa ha sido durante siglos una manera de estar en el mundo, de comprender el mundo. Los que hemos tenido la suerte de nacer en un tiempo en que el francés formaba parte indispensable de la educación y la cultura, hablamos con nostalgia de los tiempos donde la "lingua franca" era franca de verdad. Los francófonos formábamos una comunidad exclusiva y recitando Racine nos reconocíamos. Queríamos vivir en un país que fuera una mera extensión de Francia, nos deleitaba hablar francés, leer francés. Éramos felizmente franceses.

Todo eso se terminó. En la Gare du Nord, a las siete de tarde, todos los rostros del planeta están confundidos bajo una misma amenaza. El miedo nos hace iguales.