La figura solitaria de François Hollande se recorta contra el cielo despejado de la cresta del Chemin des Dames. A su lado, la Guardia Republicana, impertérrita, en posición de firmes. Está solo. Así lo ha querido. En esta planicie de Craonne, en la Picardía, no hay mucho que celebrar. O sí. En 1917, tras un desastre (otro más) de los generales franceses, entre 40.000 y 50.000 soldados perdieron la vida en una victoria pírrica. Meses más tarde, los que habían sobrevivido a la masacre se revolvieron contra la jerarquía militar que los llevaba al matadero. Se amotinaron y amenazaron con avanzar sobre París. Se dictaron contra ellos 500 condenas a muerte, 35 fueron fusilados. Durante más de 80 años, la victoria en el Chemin de Dames formaba parte de los muchos olvidos de la Primera Guerra Mundial. Las lápidas de los caídos en combate acabaron en el descampado de una estación de servicio de la Nacional 2. Esto no es Verdún. Aquí no hay grandeur. Las gentes del lugar recuperaron la memoria de los muertos, de los amotinados, de los anónimos. Quizás por ello, François Hollande, el presidente menos popular de la V República, decidió asistir en solitario a este homenaje. Hierático y tieso, parecía plantar cara a la realidad, a los sondeos, al futuro y a la incertidumbre. Recuerda la estrofa de la Marsellesa: aux armes citoyens. La Francia que escribía su destino y, de paso, el del resto del mundo, ya no existe. La de hoy es una Francia de lo improbable, de lo imprevisible. La Francia que no tiene quien le escriba. La pesadilla de cualquier cronista. A un dia de la primera vuelta de las elecciones presidenciales nadie sabe qué puede ocurrir. Todo es posible. Incluso lo improbable.

La gente bien

El Languedoc es un pedazo de paraíso a tres horas de Barcelona. El mistral ha despejado la atmósfera de dudas y deja a su paso un cielo nítido, unos colores precisos y un trazo perfecto de la realidad. Como cuando el oculista acierta de pleno la graduación de nuestras gafas.

La mesa del Domingo de Resurrección en esta casa de Sussargues es una cornucopia de todo lo bueno que saben hacer los franceses, que es mucho. En la mesa un enorme côte de boeuf sanguinolenta pasa de plato en plato. Los vasos se llenan de un rosé que centellea con la luz del sol. Alguien ha asaltado una fromagerie y para levantar la bandeja de quesos hay que saber halterofilia.

—En la primera vuelta votaré Mélenchon, en la segunda Macron.

—¡Estás loco! ¿Cómo puedes votar a Mélenchon y Macron? No te das cuenta de la barbaridad que dices…

—Yo creo que solo votaré en la segunda vuelta.

—A mí me apetece votar a Mélenchon, pero creo que Fillon es el mejor.

—Sin duda hay que votar a Fillon. Su programa es el único que tiene sentido.

—Lo único que tengo seguro es que no votaré a Le Pen.

—Vota a Fillon.

—Es un ladrón.

—Todos lo son.

—Ya, pero Fillon más aún.

La reunión de votantes dubitativos en el Languedoc (Foto: NR).

Esto es una familia bien. Ellos y ellas profesionales de la industria de la cosmética o de la publicidad, abogados, arquitectos, empresarios, diseñadores… La mayoría huyeron de la región de París hace una decena de años para instalarse en este Sur idealizado, pero no ideal, que, gracias a los TGV, está más cerca de Nôtre Dame de París que las banlieues de Saint Denis. Casi todos están alrededor de los 55. Pasan las vacaciones en Córcega. Esquían en Courchevel o en Tignes. Juegan a la petanca. Son BCBG: Bon Chic, Bon Genre, Buen Estilo, Gente Bien.

—Imaginad que al final nos encontramos ante el dilema Le Pen-Mélenchon…

Un velo de terror se posa entre los platos rebosantes de viandas.

La incertidumbre es total. Este país no parece el suyo.

Es imposible saber cuántos artículos se han escrito tratando de explicar qué pasa en Francia. Para comprender la confusión me fijo en la pared del gimnasio en frente de mi apartamento en una callecita del 17ème, un buen barrio junto a la Place de l’Etoile. En esos pocos metros se condensa el drama francés. Aún lo decoran los pasquines electorales que han dejado tras de sí candidato tras candidato. Manuel Valls y su flequillo se confunden con la mirada felina de Sarkozy, Alain Juppé… Una nariz de Macron se superpone a la melena de Marine Le Pen y unas gafas de Mélenchon pueden con el tupé sereno de Fillon. El popurrí no es más que un reflejo de lo que debe pasar por la cabeza de la mayoría de franceses.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

François Hollande. Esta es una posible respuesta. Pero es una respuesta miope. Las elecciones, en Occidente, las carga el diablo y desde hace tiempo que el populismo se ha adueñado tanto de la derecha como de la izquierda. Ese populismo, como un rodillo, se ha llevado por delante partidos establecidos, políticos de larga trayectoria, ideologías y certezas. Hay necesidad de lo nuevo, de lo diferente, al precio que sea, incluso si el precio supone poner en peligro todo lo conseguido tras la Segunda Guerra Mundial.

Eric me muestra escandalizado unas declaraciones de Emmanuel Macron sobre la cultura francesa. “No existe una cultura francesa, existe una cultura en Francia y es diversa”. Eric se indigna. “¿Qué significa que no existe una cultura francesa? ¡Este es nuestro problema, que a nadie le importan nuestros valores!”. “¿A quién votarás?”, inquiero. “Pues si no toca otro remedio, a Macron. No me mires así… ¿qué quieres qué haga? ¡No puedo votar a nadie más!”.

Francia no se quiere a sí misma. Tras la humillación de la Segunda Guerra Mundial, la frustración por el fiasco del proceso de integración europea y los retos de la globalización, Francia ha perdido la batalla de las ideas, del rigor, de la inteligencia. Hoy “ser francés” se condensa en cientos de guías absurdas sobre “vivir como una parisina o pintarse los labios como en la Rive Gauche”. Simone de Beauvoir ha dado paso a Caroline de Maigret y, con todos mis respetos por la modelo, está bien que las francesas nos digan cómo secarnos la melena, pero eso no va cambiar nuestras vidas.

Francia no se quiere a sí misma. Tras la humillación de la II Guerra Mundial, la frustración del proceso europeo y los retos de la globalización, ha perdido la batalla de las ideas, del rigor, de la inteligencia.

Desarraigo, desafección, tristeza, frustración y miedo son los sentimientos que se mezclan durante la comida. Los temas esenciales de la campaña no son los programas de los candidatos, sino los fracasos de la historia reciente francesa.

Una vez más, Macron levanta las iras de Eric. “El muy cobarde se atreve a decir que la colonización francesa es un crimen contra la Humanidad”. Lo dijo el pasado 14 de febrero en una entrevista en Facebook News. “Estoy de acuerdo”, responde Paula, “lo de Argelia fue un auténtico crimen”. Argelia, o el papel de Francia durante el período de Vichy y la deportación de miles de judíos; la integración de la comunidad musulmana; la rígida legislación laboral; los ataques terroristas que dejaron temblando París y Niza.

En Francia el pasado se rumia una y otra vez. Se regurgitan los mismos temas, las mismas nostalgias, se digiere por enésima vez si Mitterrand fue o no un gran presidente. Si De Gaulle hubiese pagado un sueldo o no a su mujer por un trabajo ficticio. El debate se tensa, se lanzan nombres al aire en un “y tú más” infinito.    

“Conocí a Simone Weil [ministra que promovió la ley del aborto] y aún recuerdo como apenas pude articular palabra por la emoción. El otro día vi un vídeo que circula por internet donde planta cara a unos tipos del Frente Nacional y casi se me caen las lágrimas. Cómo la echo de menos… No es cierto que la política no sirva de nada, lo que no nos sirve es la mala política, los malos políticos”. Nathalie se levanta en busca de los postres. A veces hace falta muy poco para decir mucho.

Frente Norte

Gane quien gane el 8 de mayo, deberá rendir cuentas a Lucien. Vive en el Norte de Francia, en la Lorena, cerca de Metz. Trabajaba en el sector minero y, como miles, se vio afectado por el cierre de las minas de la zona, poco competitivas ante las grandes explotaciones australianas y chilenas. Está en paro y vive del SMIC, un salario mínimo que le permite una vida mínima y una sonrisa mínima. Su vida y la de sus vecinos se paralizó el día en que los patrones, desde sus bien amuebladas oficinas de París, decidieron que la globalización les obligaba a buscar lugares donde producir más barato. Abandonaron el industrioso norte francés y dejaron a miles de familias como pecios varados en un fondo fangoso y putrefacto. No hay trabajo, no hay más que palabras vacías de políticos que pasan por aquí y salen corriendo ante la nada que tienen en oferta.

Lucien vive en Koenigsmacker, algo así como la Francia profunda, el Texas francés. La estación del pueblo parece salida de las profundidades de Serbia. En sus andenes se pasean jóvenes con estética punk algo trasnochada. Asisten a cursos de formación para pasar el rato. No saben qué harán con su vida. Saben que esa noche beberán cerveza y que necesitan encontrar un culpable.

Este es el territorio donde el Frente Nacional hace su agosto. En el Este del país, como una cicatriz lacerante, la extrema derecha se adueña del desencanto y de la frustración. Este es el voto mineral lepenista. Su casi seguro 20% de la primera vuelta.

Fábrica abandonada en Koenigsmacker (Foto: Tlegeltuf)

Jean Luc Mélenchon también pesca en el mismo caladero. Pero su voto tiende a ampliarse a sectores sociales más amplios. Jóvenes y profesionales hartos de la dialéctica tradicional de los políticos franceses, de sus prebendas y privilegios. El voto Mélenchon es más urbano, pero igual de cabreado. 

“Mi familia siempre ha votado comunista” dice Lucien mientras aplasta el cigarrillo que acaba de encender. “Aquí siempre fuimos gente trabajadora, obreros honestos. Mi abuelo combatió en la resistencia y me explicaba de crío cómo había hecho saltar por los aires un camión lleno de alemanes. No todo son héroes, porque la gente como nosotros no somos héroes. Somos trabajadores. Bueno…. lo éramos… porque sin trabajo, sin industria, mis hijos no son nada. Nos lo han quitado todo”.

—¿A quién votarás Lucien?

—Tú quieres que responda que Marine Le Pen… y quizás debería hacerlo, darles su merecido a estos traidores que han permitido que nos hayamos vuelto así de cínicos. Pero le daría un disgusto a mi abuelo. No me lo perdonaría. No sé a quién voy a votar. Me he quedado sin partido. No soy yo quien ha abandonado la política. Es la política la que me ha abandonado a mí.

Frente Sur

Olivier, 52 años, es jefe de compras de una gran cadena de supermercados. Vive en una casa típica del Sur de Francia, con su jardín bien compuesto, barbacoa último modelo y unas reservas de vino en la cava que le envían unos amigos, propietarios de una bodega en el Luberon.

Olivier no tiene ninguna duda. “Evidentemente, votaré a Marine. Es lo que Francia necesita. Míranos, hay inmigrantes por todos lados, hacen lo que quieren, nos quitan nuestros trabajos y encima no respetan nuestros valores. No soy ningún racista. A mí no me importa de dónde viene la gente. Lo que quiero es que cuando estén en mi país respeten mi historia, mis valores, mis creencias.

—¿Cuántos musulmanes viven en tu barrio?

—En mi barrio no hay apenas ni en mi círculo de amigos. La verdad es que apenas conozco a alguno. En la escuela de mis hijos sí… pero poco más.

—Entonces ¿por qué crees que no te respetan?

—No hablan francés, destrozan nuestra lengua con su jerga incompresible, se llevan todas las ayudas públicas, y encima nos asesinan como animales con sus atentados. Es un problema de vida o muerte: o ellos o nosotros.

—¿No son franceses como tú? ¿Hay algo que no se ha hecho bien para que gente educada en los valores republicanos acaben renegando de Francia?

­—Sus imanes les han lavado el cerebro.

—Tampoco hay grandes esperanzas para ellos… No tienen futuro laboral.

—En Francia no hay esperanza para nadie… Fíjate, los ricos se van por que se sienten culpables de ser ricos; los pobres reniegan de nuestro país y se lanzan a destrozarlo, y nosotros, la clase media, nos quedamos aquí solos aguantando este viejo país antes del descalabro final. Somos los buenos franceses, los únicos que creemos en Francia.

Quedan pocos días. Las encuestas van y vienen, el voto va y viene, los candidatos favoritos llegan a la primera vuelta en pelotón. A este particular Alpe d’Huez le quedan dos curvas y nadie parece capaz de protagonizar una escapada épica.

Francia es demasiado pequeña para ser grande y demasiado grande para ser pequeña. Sin duda continúa siendo el país de los placeres inesperados, su savoir vivre, su capacidad de encontrar la belleza en cada rincón, en cada esquina. Francia es el país en el que solíamos mirarnos para saber si éramos merecedores de modernidad, de clase de cultura, de inteligencia. Desde hace años su ausencia nos ha dejado huérfanos. Nuestra Francia no es la de los valores de la exclusión; la Francia que nos gustaba era la que al reconocernos nos hacía sentir mejores. Jorge Semprún reconocía que el día más feliz de su vida fue aquel que pudo hablar la lengua de Molière sin traducir en su cabeza. El día en el que esa Francia maravillosa te acoge como uno de los suyos. Esa es la Francia que echamos de menos, aunque hoy, no tiene quien la escriba.