Tal día como hoy del año 1835, hace 186 años, en Guimerà (Urgell) y en el marco de la Primera Guerra Carlista (1833-1840), un pelotón del ejército liberal comandado por el capitán Antoni Niubó ―sin juicio ni condena― fusilaba a un grupo de setenta y un prisioneros de guerra carlistas que, previamente, se habían rendido. Aquel grupo de combatientes carlistas, formado exclusivamente por voluntarios civiles y comandados por el Rosset de Belianes, habían defendido el estratégico castillo de Guimerà (que controlaba la ruta que unía Lleida e Igualada a través del valle de río Corb), hasta que habían agotado los víveres y las municiones.

Estas brutales prácticas se habían generalizado desde el inicio del conflicto. Pero, en Catalunya, no habían pasado nunca de la ejecución de pequeños grupos ―formados por media docena de combatientes en el peor de los casos― que, amparados en la tragedia de la guerra, actuaban de forma delictiva. La masacre de Guimerà representaría una extraordinaria escalada de la espiral de violencia que se plasmaría en varios episodios de una crueldad inimaginable. Dos años y medio más tarde (01/03/1838), los carlistas masacraron a un batallón de ciento treinta voluntarios liberales de Reus en el interior de la iglesia parroquial de Vilallonga (Tarragonès).

La masacre de Guimerà se perpetró en un contexto de anarquía y de odio absolutos. Cinco meses antes (27/04/1835), los estados mayores liberal y carlista habían firmado un acuerdo (convenio de Eliot) que prohibía estas masacres (que ya se habían generalizado en el País Vasco). Pero lo peor de todo es que las investigaciones historiográficas que han estudiado la masacre de Guimerà apuntan claramente que en la comisión de aquellos asesinatos jugó un papel decisivo el hecho de que verdugos y víctimas eran vecinos y parientes eran viejos conocidos enfrentados por viejas disputas, no tan sólo ideológicas, sino también por herencias, por límites de fincas, o por el uso de bosques y pastos comunales.