Tal día como hoy del año 1898, hace 124 años, el gobierno de los Estados Unidos —presidido por el republicano William Mac Kinley—; declaraba formalmente la guerra a España. Aquella declaración de guerra era la culminación de la crisis diplomática iniciada con la explosión del acorazado Maine, en el puerto de La Habana (15 de febrero de 1898). Como resultado de aquella explosión, el barco se hundió y murieron 261 de los 355 tripulantes (3 oficiales y 258 marineros). Desde un primer momento, buena parte de la prensa norteamericana señaló a las autoridades coloniales españolas, que habrían provocado el hundimiento de aquel barco militar americano como represalia por el apoyo de Washington a los independentistas cubanos.

Nunca se pudo confirmar la autoría de las autoridades coloniales españolas en la comisión de aquel atentado. Pero tampoco se demostró que no estuvieran implicadas. Ahora bien, la muerte de 261 militares norteamericanos y la intensa campaña que posteriormente desplegó la prensa consiguieron el propósito oculto de la administración de Washington: inclinar la opinión pública norteamericana a favor de una intervención armada. El ejército norteamericano entró en aquel conflicto el 25 de abril de 1898, y su participación —al lado del ejército independentista cubano— resultaría decisiva para decidir el curso de aquel conflicto. Solo tres meses y medio después, el Gobierno del liberal Sagasta firmaba la rendición (12 de agosto de 1898).

Poco después, en París (10 de diciembre de 1898), los gobiernos español y norteamericano firmaban la definitiva paz. En aquel convenio, los españoles se comprometieron a indemnizar al gobierno de los Estados Unidos con la cifra de 400 millones de dólares de la época, que era la cantidad que Washington había estimado como compensación por los gastos de guerra. En este punto es importante destacar que veintiocho años antes (1870); el general Prim (entonces presidente del Gobierno) había negociado secretamente la venta de Cuba a los Estados Unidos por 400 millones de dólares. Prim fue asesinado por un contubernio de traficantes ilegales de esclavos, dirigidos por Montpensier —cuñado de la reina Isabel II—; y aquella operación no se pudo culminar nunca.