Ya tiene fecha: será el próximo 17 de noviembre el día que se iniciará el juicio del Tribunal de Cuentas contra los 35 excargos de los gobiernos de Artur Mas y Carles Puigdemont por los gastos del 1 de Octubre y de la promoción exterior de Catalunya entre 2011 y 2017. Entre los políticos a los que se les pide por parte de Societat Civil Catalana 5,3 millones de euros —3,2 reclama la Fiscalía— están, además de los dos expresidents, el entonces vicepresident Oriol Junqueras, diferentes exconsellers en gobiernos catalanes de aquellos años, y altos cargos del sottogoverno hasta llegar, en total, a 35 personas. Será, si hay cambio de gobierno en España, el primer juicio al independentismo catalán con el popular Alberto Núñez Feijóo en la Moncloa y quién sabe si con varios ministros de la ultraderecha de Vox.

Aunque el nuevo Tribunal de Cuentas rebajó la petición económica que habían realizado sus antecesores, no ha sido sensible a algo que, en pura lógica, hubiera podido dejar sin efecto el juicio: si la Generalitat no ha sido perjudicada, ¿por qué llevarlo a cabo? Es obvio que aparte de las razones políticas que se puedan señalar, no hay ninguna otra. El Tribunal de Cuentas quiere demostrar que ahí sigue, que la llamada desjudicialización ha sido una estafa y que lo único tangible de estos años han sido los indultos a los presos políticos. Algo que, por otro lado, ha creado una contradicción evidente, ya que hay cientos de causas judiciales en marcha que caminan por derroteros diferentes a lo que fue la aprobación por parte del gobierno español de los indultos. La modificación del Código Penal en lo que respecta a la sedición y la malversación no acabó de cumplir las expectativas en lo que respecta a la malversación, puesto que la interpretación del Tribunal Supremo fue la más perjudicial para los independentistas.

Aunque el Tribunal de Cuentas no es propiamente un tribunal de justicia ordinaria, como podrían ser el TSJC, la Audiencia Nacional o el Tribunal Supremo, servirá de termómetro para conocer el punto exacto de la persecución al independentismo catalán. No es una buena noticia que no se haya optado por apretar el acelerador por parte del TCu antes de las elecciones españolas del 23 de julio —tiempo han tenido, ya que se juzgan hechos acaecidos entre 2011 y 2017— y se haya preferido esperar a una posible llegada de la derecha y la ultraderecha al poder en España. No serán estos dos partidos más sensibles que los socialistas que, aunque timoratos, han dado pasos que ni el PP ni Vox hubieran hecho nunca, por ejemplo, en el caso de los indultos.

Lo que estamos viendo estos días en la constitución de los parlamentos autonómicos, y aquí cabe fijarse, sobre todo, en los del País Valencià y en les Illes Balears, es un retroceso evidente en muchos derechos básicos —en este aspecto es común a aquellos pactos alcanzados entre PP y Vox en el resto de España— pero, de una manera muy especial, un ataque frontal contra los derechos lingüísticos. El catalán va a entrar en una fase de retroceso oficial evidente, que afectará al uso social en establecimientos públicos y al sistema educativo. Habida cuenta de que el catalán es el nervio de la nación y lo que define la singularidad de Catalunya, se va a tener que poner en marcha no un bloque independentista que detenga esta oleada regresora, sino algo mucho más amplio y mucho más antiguo, como es la defensa de la nación catalana.

Y los tribunales están llamados a jugar un papel en todo esto y veremos como los casos judiciales que están a un ritmo lento con la hipótesis de un nuevo fiscal general del Estado alineado con la derecha y la ultraderecha van adquiriendo velocidad. Y las condenas, también. Porque hay un Madrid que ha decidido que el terrorismo y el independentismo están en el mismo furgón y se les tiene que aplicar la misma legislación.