Cuando una persona recibe un premio, hay dos tipos de artículos a escribir: aquellos que se hacen en muy pocas ocasiones de una persona que queremos, y los habituales, en que uno se limita a valorar los méritos del galardonado. Hasta donde alcanza mi memoria, en pocas ocasiones lo primero y lo segundo han tenido en mi caso el listón tan alto como en Quim Monzó, desde este miércoles Premi d'Honor de les Lletres Catalanes en su 50 edición. Aunque costaba imaginarlo, y eso que hace años que está en la cima, Monzó, un personaje polifacético que rompe cualquier convencionalismo, se ha convertido en un clásico. Un clásico joven -¡relativamente, Quim!- en una lista de premiados por Òmnium en la que le preceden Espriu, Rodoreda, Martí Pol, Calders y tantas otras figuras cumbre de las letras catalanas.  

Es un premio a la perseverancia y la constancia. A la meticulosidad y a la escritura de orfebre. Nadie como él dedica tantas horas a su trabajo y disfruta tan poco. Durante años, casi veinte, le he visto sufrir con su columna, que cada día tenía que ser perfecta y, al final, acababa siendo perfecta. Nadie lo ha logrado nunca durante tanto tiempo. En su premio se reconocen escritores, nos reconocemos los periodistas, se reconocen guionistas, artistas, locutores de radio, de televisión, imitadores. Es un premio de mucha gente ya que todos, en un momento u otro, hemos querido tener un poco de Monzó.

También de este Monzó comprometido con el trabajo bien hecho -es un insoportable perfeccionista- y con el país. No debe ser el azar el que ha hecho que el año en que el presidente de Òmnium, Jordi Cuixart, está en la prisión por una injusta decisión primero de la Audiencia Nacional y después del Tribunal Supremo sea él el galardonado. Monzó, con su lenguaje a veces irreverente pero siempre calibrado y preciso, encarna la protesta generalizada del momento aunque no sea persona dada a grandes pronunciamientos políticos y, sobre todo, por encima de todo, el compromiso. Uno se imagina al vicepresidente de la entidad, Marcel Mauri, acudiendo al encuentro del escritor con un sobre en que Jordi Cuixart le comunicaba en unas notas escritas desde la prisión de Soto del Real que había sido distinguido con el galardón. Y Monzó, perplejo y abrumado, pensando en las dificultades que le iba a ocasionar una carga tan grande. Y colapsado por llamadas, entrevistas, fotógrafos y mensajes de móvil. Queriendo huir de esta nube en que todo el mundo le está subiendo desde que se ha conocido el premio.

Pero nadie como él puede llenar el hueco del momento. El rey de la ironía nos podría explicar como nadie lo que le pasa al país, a su clase política, y, sobre todo, a su lengua catalana. Él que ha alertado provocativamente que el catalán va camino de convertirse en un dialecto del castellano el año en que el Estado ha suprimido la autonomía, ha aplicado el 155, quiere cambiar el modelo escolar, acabar con TV3 y los medios públicos de la Generalitat y españolizar a los niños catalanes. Habrá que estar atentos, muy atentos, a su discurso del 4 de junio en el Palau de la Música Catalana. Será una pieza a la altura de un genio. Como Monzó.