La decisión de los fiscales de sala del Tribunal Supremo de pedir, por una abrumadora mayoría, la imputación por terrorismo del president en el exilio, Carles Puigdemont, en el denominado caso Tsunami Democràtic es, lamentablemente, tan esperable como escandalosa. No se podía confiar en otra cosa desde el mes de agosto pasado, en que se dio el primer paso para la investidura de Pedro Sánchez. Y, sobre todo, a partir del 9 de noviembre, cuando Junts ratificó la decisión inicial facilitando a Pedro Sánchez los siete votos que necesitaba en el Congreso de los Diputados para ser investido presidente a cambio del apoyo socialista a una ley de amnistía y el compromiso de una mesa de negociación con un mediador internacional.

Se podrá esgrimir por parte del gobierno español que el sonoro bofetón de 12 votos a favor de la imputación y 3 en contra carece de validez jurídica efectiva, ya que no obliga a nada al ministerio fiscal. Es más: se podrá garantizar que el informe final de la teniente fiscal del Supremo, que va a ser quien lo va a acabar firmando, mano derecha del fiscal general del Estado, es el que tiene valor judicial real. Será la respuesta del boxeador noqueado que sabe haber perdido la partida. Lo importante, lo trascendente, es que el juez de la Audiencia Nacional Manuel García-Castellón ha dejado de ser aquel magistrado que iba por libre y que tenía en contra el ministerio fiscal, que le iba enmendando sus pronunciamientos.

Ahora, García-Castellón tiene el amplio aval de la junta de fiscales, lo que le permite una navegación sin obstáculo relevante alguno. De hecho, los tres votos de los fiscales contrarios a la imputación son tan pocos, que, realmente, el apoyo a la posición del fiscal general del Estado ha quedado hecho trizas. El ministro Félix Bolaños ha perdido una partida significativa, pues ha ido pasando todo lo que decía que no pasaría y, en cambio, se ha ido cumpliendo semana a semana el cronograma que se trazó para que la amnistía fuera la palanca para resquebrajar la mayoría política de Pedro Sánchez.

Queda como una bravuconería para la historia la frase de Pedro Sánchez que la Fiscalía depende de él

Con las cartas boca arriba, ya sabemos varias cosas: Sánchez está muy lejos de tener un control significativo sobre cómo responde el Estado. Queda como una bravuconería para la historia aquella frase en la que aseguraba que la Fiscalía dependía de él. Será, en todo caso, el fiscal general del Estado al que sus compañeros de plantilla no dudan en humillar. El Estado, la fiscalía con mayúsculas, es otra cosa y así se ha hecho evidente. En la causa Tsunami Democràtic, esté bajo la tutela de García-Castellón o en manos de la sala segunda del Supremo, la que preside el magistrado Manuel Marchena, se va a mantener la acusación de terrorismo en el grado en el que actualmente se encuentra, o con una fórmula aparentemente más digerible como podría ser la de la kale borroka. Cuentan con el apoyo mediático necesario y también el político, con el Partido Popular aplaudiendo con las dos manos.

En segundo lugar, PSOE y Junts están obligados a moverse, encontrando un nuevo acuerdo en base a las enmiendas a la ley de amnistía que están vivas. Será tras las elecciones gallegas, inmediatamente después del 18 de febrero. Y el camino no puede ser la modificación de la ley de enjudiciamiento criminal, que ya es una carpeta descartada por parte de Junts cuando se le ofreció hace una semana al hacerse evidente que fracasaba la negociación de la amnistía y volvía a la ponencia. Pero también se vislumbra, con poco margen ahora a equivocarse, que la ley de amnistía dejará personas fuera del paraguas que acaben aplicando los jueces. Carles Puigdemont, seguro. Y con el redactado actual, algo más que decenas de independentistas. Según cómo, si la aplicación judicial es lo más estricta posible y con causas aún secretas, el número se podría acercar a las 200 personas. No son pocas, pero es una cifra menor de las que se beneficiarían. También es verdad que estas últimas no serían las de las condenas más altas.

Una última reflexión. La justicia española se ha confirmado como el auténtico bastión del Estado. Capaz de reinterpretar al poder legislativo y actuar como un poder judicial y también político. A veces, las malas caras tienen un significado evidente. Y los desplantes, también. La música de fondo del solista predicando "quien pueda hacer que haga, quien pueda contribuir que contribuya", ha sido convenientemente escuchada. Ninguna sorpresa. Era de una enorme ingenuidad pensar que no iba a haber una defensa corporativa en la Fiscalía de los que asumieron la posición dura en el juicio del procés. Porque los pulsos, o se ganan o se pierden. Y la judicatura no estaba dispuesta a bajarse del burro por una ley que no comparte y, lo que es peor, que no acepta.