Catalunya es un pueblo emotivo del que algunos de sus tópicos, en algún momento, suelen ser verdad. Lo han sido en el acto de homenaje a Muriel Casals, expresidenta de Òmnium, fallecida el 14 de febrero tras un desgraciado accidente en el que fue atropellada por una bicicleta. El Govern la ha querido distinguir con la entrega a título póstumo de la medalla de Oro de la Generalitat. De hecho, el acto presidido por el president de la Generalitat, Carles Puigdemont, y la presidenta del Parlament, Carme Forcadell, marca el inicio de las celebraciones de la Diada de 2016, que culminarán con las multitudinarias manifestaciones descentralizadas del próximo domingo y que supone el inicio del curso político más incierto de los últimos años.

Muriel tuvo muchas vidas pese a morir joven, a los 70 años. De todos los sitios por los que pasó ha salido gente durante estos meses explicando centenares de anécdotas que no han hecho más que agrandar su figura. En la universidad, en el PSUC en el que militó, en entidades tan diferentes como el Ateneu y Òmnium y en la política, faceta que siempre le gustó y ejerció con una dimensión pública transversal y unitaria. Porque estos fueron los dos ejes de la actuación de Casals, después de una larga militancia de partido en la izquierda catalanista. Bien es cierto que tener un carné de un partido político tampoco representaba, al inicio de la transición, el nivel de odio visceral al adversario que existe muchas veces en la actualidad.

Dijo el president Puigdemont en su intervención que sería fiel al compromiso soberanista de Muriel Casals, y su hija, Laia, recordó las ansias de su madre por conseguir la independencia. Una medalla y un compromiso se dieron la mano mientras iban pasando por una pantalla del Palau de la Generalitat imágenes de una vida truncada prematuramente. Todo, en una Catalunya que sigue pedaleando entre divisiones y desconfianzas de la mayoría parlamentaria que, unida, saldrá a la calle este 11 de septiembre.