Cientos de miles de catalanes salieron este domingo a las calles de Barcelona para pedir la libertad de los nueve presos políticos catalanes, en prisión provisional sin fianza y repartidos en tres cárceles diferentes de la comunidad de Madrid (Estremera, Soto del Real y Alcalá Meco) por decisión del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena. También, en apoyo al president catalán, Carles Puigdemont, los cuatro consellers exiliados y Marta Rovira. Sobre los seis pende una orden de extradición de la justicia española repartida entre cuatro estados diferentes. Más allá de la cifra final de asistentes —unos 750.000 según los organizadores y 350.000 según la Guardia Urbana— la marcha fue gigante, un adjetivo utilizado, entre otros, por el diario francés Libération,  y muy multitudinaria para medios como Aljazeera, el principal canal de noticias de televisión para el mundo árabe, que incluso situaba la concentración del Paral·lel, no únicamente de independentistas pero sobre todo de independentistas, en segundo lugar de su informativo internacional, justo después del ataque con misiles a Siria.

El independentismo exhibió músculo allí donde es más unitario, en la calle. Y dejó sin argumentos a los que predican incansablemente el desánimo existente en la mayoría soberanista en el Parlament, que cuenta con mayoría absoluta en la cámara. No es la primera vez ni será la última: igual que el juez Llarena ha construido un relato que poco tiene que ver con la realidad cuando habla de golpe de estado, rebelión, sedición o violencia, los partidos del 155 se alinean bajo un argumento que suele aguantar mal el contraste con la realidad y que se resume en la cantinela del abatimiento del independentismo. En ocasiones, como este domingo, todo este argumentario falaz necesita poco para deshacerse como un azucarillo. En este caso ha sido suficiente con los primeros calores de primavera.

El mundo entero ha vuelto a comprobar que la irritación catalana sigue viva y también la manera catalana de abordar el conflicto con el estado, a base de civismo, democracia y paciencia. Pues claro que hay un gen catalán de abordar la situación ante un estado que tiene el monopolio de la violencia y hacer evidente que la marea amarilla sigue existiendo pese a la represión de un estado que se niega al diálogo y que está enfrascado en una batalla perdedora: enfatizar la violencia inexistente en las calles catalanas. Los cientos de miles de catalanes que se han manifestado en las calles de Barcelona son herederos del referéndum del 1 de octubre, el mayor triunfo conseguido por el catalanismo en la época moderna. La mayor derrota de un estado europeo y, sin duda, del español en décadas.

A partir de este lunes, el juez Llarena comunicará a los nueve presos políticos catalanes a los que mantiene en prisión provisional su procesamiento por acusaciones a muchos de ellos tan graves e inexistentes como por el delito de rebelión. Es la misma acusación que ya ha descartado la justicia alemana con Puigdemont y que, seguramente, acabará descartando Reino Unido, Bélgica y Suiza. Suficientes e importantes países como para que el Tribunal Supremo corrigiera su acusación. Pero, lamentablemente, nada de eso va a suceder. Aun a riesgo de que la derrota española sea evidente a ojos del mundo entero. La soberbia tiene estas cosas.