La decisión de la Sala de Apelaciones del Tribunal Supremo confirmando la prisión incondicional de Carme Forcadell, Jordi Turull, Josep Rull, Raül Romeva y Dolors Bassa, cinco de los nueve presos políticos catalanes en cárceles madrileñas —sobre los otros cuatro, los Jordis, Junqueras y Forn ya se había pronunciado— supone, en la práctica, que el escenario más probable para todos ellos es que la injusta e inhumana privación de libertad, a más de mil kilómetros entre ida y vuelta de sus familiares, se alargue hasta que haya juicio. Es decir, que la posición más dura en la magistratura española es la que gana terreno y que la justicia europea puede hacer lo que quiera con los exiliados políticos catalanes, que no hará mella en su última decisión.
Veremos si el juicio será en otoño-invierno, que es lo más seguro, o saltará ya al 2019, pero después del pronunciamiento de la Sala de Apelaciones del TS es improbable esperar que se altere la situación actual de los presos antes de la vista. Que esta decisión se anuncie con menos de 24 horas de diferencia de que la justicia belga rechazara la extradición de los consellers Comín, Serret y Puig no es más que una muestra de una cierta soberbia de la justicia española, incapaz de aceptar que la instrucción realizada es pobre y los supuestos delitos de los que son acusados —rebelión y malversación— del todo inconsistentes.
La frontera geográfica que suponen los Pirineos es hoy algo más que una cordillera montañosa. Es una manera diferente de interpretar el derecho y, en última instancia, de impartir justicia. No debería ser así. En este sentido, las palabras del primer ministro belga, Charles Michel, afirmando tras la libertad de los consellers exiliados que en su país la justicia es independiente, son tanto una obviedad como un recado para aquellos estados donde no lo es. Como no deja de ser presuntuoso por parte del TS decir a la justicia alemana que no cometa el mismo error con el president Puigdemont que la justicia belga con los consellers exiliados.
Eso en unos momentos en que el resto del armazón político se mueve sin fisuras y ha entrado en una cierta subasta por alcanzar el premio mayor del españolismo: Rivera va a la Moncloa a pedir un nuevo 155 que incluya el control de las finanzas, medios públicos y los Mossos y Pedro Sánchez para no ser menos quiere que se obligue por ley a que los altos cargos acaten la Constitución en público y se modifique el Código Penal para adecuarlo a los movimientos de los independentistas. Sorprendentemente, en este rally, incluso Rajoy puede estar callado que el trabajo ya se lo hacen otros.