Aunque no soy ni mucho menos experto en derecho, la persecución del independentismo con todo tipo de instrumentos, empezando por el judicial, nos ha ido convirtiendo a muchos en modestos interpretadores de la inquietante situación que se vive en Catalunya: la persecución de la presidencia de la Generalitat para tratar de acabar al precio que sea con el movimiento cívico-político más importante que ha surgido en los últimos años en cualquier lugar de Europa. El esperpento vivido este jueves en el Tribunal Supremo abordando la inhabilitación del president Quim Torra por una pancarta colgada en el balcón del Palau de la Generalitat es el sumun del absurdo y un ejemplo de la ausencia más absoluta de mesura de la justicia española que, por otro lado, cuenta por derrotas las causas contra el procés que han cruzado los Pirineos y han llegado a los diferentes estados de la Unión Europea. Estar al lado del president Torra después de lo visto este jueves es casi un ejercicio de salud democrática por más reproches que se puedan hacer a su gestión como máximo responsable del Govern.

El debate, la crítica y la discrepancia ante una u otra política, desde la pandemia, la educación o la economía, es siempre saludable. Y exigible democráticamente. De eso va la política. No de que la justicia aparte a presidentes elegidos por el Parlament y de alterar la vida democrática por atajos que tienen poco de democráticos. En un país normal esta debería ser la posición del gobierno y la oposición, pero en Catalunya hay muchas cosas enquistadas. Es una lástima que, sobre todo, el PSC, pero también Cs y PP, no hayan entendido que no contribuyen a hacer de España un país normal avalando la represión. Al contrario, se quedan sin opciones de ser una alternativa política seria y de entrar a formar parte de ecuaciones postelectorales. Torra quedará, probablemente, inhabilitado, porque ese y no otro es el clima que se respira entre las cuatro paredes del Supremo y en los medios de comunicación de la capital de España, mucho más pendientes de llevarse por delante al presidente catalán que de cuestionar a la presidenta madrileña, Isabel Díaz Ayuso, por su horrorosa gestión de la pandemia, que le sitúa muy en cabeza de los gobiernos autonómicos que peor respuesta han dado a la Covid-19.

Pero si el juicio al president Torra es una noticia de alcance internacional por la desproporción entre la condena que se le quiere aplicar y los hechos acaecidos, la segunda noticia que se ha abierto paso estas últimas horas es que el grupo de la moción de censura al presidente del Barça, Josep Maria Bartomeu, y su junta directiva haya conseguido reunir las firmas que tenía que presentar y que ascendían a 16.521 socios. El número final sobrepasa esta cantidad y sitúa en 20.731 los socios que han avalado la censura a Bartomeu y su junta directiva, a la espera de conocer cuántas firmas irregulares hay. Es obvio que la cifra lograda por los promotores es estratosférica, ya que en la anterior moción de censura de 2008, el número de socios que la avalaron fue de 9.473, algo menos de la mitad. Pero es que, además, todo han sido impedimentos para el grupo promotor: desde las dificultades de la pandemia para la movilización de los socios a la ausencia de partidos en el estadio, el gran motor de todas las mociones presentadas hasta la fecha.

Esta situación no hace más que poner negro sobre blanco dos cosas: primero, el gran enfado que hay en la familia blaugrana con la gestión de los últimos años y que ha sido el gran catalizador de la participación de los socios en la moción de censura; y, en segundo lugar, que la desinformación de los grandes grupos de comunicación, que han llegado a ocultar que la moción existía, ahogando la noticia a la hora de hacer algo tan sencillo como explicársela a los lectores, ya no es suficiente para orientar hacia uno u otro lado a los socios. La información hoy transita por tantas autopistas que aquellos poderosos despachos ya no son los que acaban fijando el frame de la verdad y la gente, cuando puede, acaba haciendo uso de su libertad.