Para nadie es un secreto que la Fiscalía juega un papel en el contencioso abierto entre España y Catalunya. Y lo juega desde que en 2014 se decidió desde el Gobierno y a través de la Fiscalía General del Estado doblar la voluntad de los fiscales del Tribunal Superior de Justícia de Catalunya y presentar una querella penal contra el entonces president de la Generalitat Artur Mas y tres miembros del Govern. La partida, que hubiera tenido que ser política y así estaba planteada en 2012 cuando la Generalitat se limitaba a pedir un pacto fiscal, dio un irreversible salto hacia el espinoso mundo de la judicatura del que no ha salido, ni saldrá. Con todas las consecuencias y con el único objetivo de tratar de impedir un referéndum de independencia en Catalunya.

A diferencia del 9-N, la táctica del Estado ha cambiado. Si en aquella ocasión fue esperar y ver, ahora los arquitectos de la Moncloa, que no son muy diferentes de los que pusieron en marcha la Operación Catalunya,  han decidido apostar por actuar ante cualquier mínimo movimiento de la Generalitat. No solo eso: también ante cualquier sospecha de que puede haber un movimiento. No se trata solo de encontrar elementos que puedan dar pie, en estos momentos, a la incoación de expedientes que desemboquen en un proceso judicial. Sino de algo mucho más sutil: poner bajo sospecha de ilegalidad cualquier movimiento de la Presidencia de la Generalitat, de la Vicepresidencia o de un departamento de la Generalitat. Dicho en plata, intentar sembrar el miedo entre cualquier contratista privado que sea sondeado por la Administración catalana para cualquier cosa relacionada con un proceso electoral.

La Fiscalía ha reclamado diversa información a empresas que trabajan con el Govern y se les ha dado un plazo para que informen del encargo recibido bajo la amenaza de que si no la entregan en el tiempo establecido podrían incurrir en un delito de desobediencia y malversación de caudales públicos. Es obvio que con esta actuación se sube un peldaño en el conflicto abierto ya que se pone en jaque a empresas privadas. Tanto que el conseller de Justícia, Carles Mundó, ha considerado que era un abuso de derecho y de las instituciones. Y no deja de sorprender que personas relevantes en la esfera internacional, como el expresidente de la Comisión Europea Romano Prodi, tan poco sensible al movimiento independentista catalán, encuentre tiempo para conversar en Bolonia con el president Puigdemont mientras el Gobierno español lo ha fiado todo a los tribunales. Será que España es diferente.