La crónica de un país está llena de encrucijadas. Momentos en los que se decide de qué lado de la historia cae una decisión que se supone trascendente para el futuro de una generación. Esta sensación la hemos tenido los catalanes durante los últimos años en más de una ocasión: no era fácil convocar las primeras consultas sobre la independencia en Arenys de Munt en 2009 y desde esta ciudad del Maresme escalar a la capital del país en 2011; no era fácil salir a la calle en contra de la sentencia del Estatut d'Autonomia, mutilado por el Tribunal Constitucional en 2010, y sacar de su casa a más de un millón de personas; no era fácil que Òmnium Cultural y la Assemblea Nacional Catalana (ANC) movilizaran en la calle cada Diada de l'Onze de Setembre entre 1 y 2 millones de personas, año tras año, en una secuencia de manifestaciones históricas, a partir de 2012, y hasta la llegada de la pandemia del coronavirus.

No era fácil la consulta sobre el futuro político de Catalunya celebrada el 9 de noviembre de 2014, que marcó un primer punto de inflexión en las relaciones entre Catalunya y España y que hizo evidente que a cada movimiento del independentismo habría un acto de represión del Estado. No era fácil celebrar un referéndum de independencia como el del 1 de octubre de 2017 y movilizar a casi 2,3 millones de catalanes con las fuerzas de seguridad del Estado llevando a cabo algunas de las escenas de mayor violencia policial que se han visto en Europa contra una ciudadanía que solo quería votar. No era fácil intentar aplicar el resultado del referéndum y el Parlament aprobó una declaración de independencia que ciertamente no ha sido efectiva pero que la Cámara catalana no ha rechazado.

No era fácil sobreponerse al exilio y la prisión de los miembros del Govern, la presidenta del Parlament, los líderes de la sociedad civil soberanista y la supresión de la autonomía catalana con el 155. No eran fáciles, de hecho era casi una labor imposible, que en las elecciones del 21 de diciembre de 2017 el independentismo lograra la mayoría absoluta en el Parlament contra todo pronóstico y con todo el deep state convencido de que la represión tendría efectos letales. No era fácil hacer un Consell Executiu apoyado por las tres fuerzas independentistas y sobreponerse a una nueva inhabilitación de un president de la Generalitat, Quim Torra, en una legislatura marcada por la asfixia económica, política y mediática por parte del gobierno español de Pedro Sánchez y de los grupos de comunicación de prensa escrita y de televisión.

Nada ha sido fácil y, sin embargo, con dificultades, con enormes dificultades, se ha podido ir avanzando en el camino. No se han dado pasos atrás aunque, es innegable, a veces no se ha avanzado lo suficiente y la falta de unidad de acción del independentismo ha pesado como una losa. El alemán Der Spiegel lo definia ayer perfectamente: "Separatistas separados". Nada ha sido fácil y todo ha sido posible porque la ciudadanía ha demostrado compromiso, inteligencia, movilización, carácter y seguridad. Ha dado una leccion de dignidad y de creer en el país, en sus fortalezas y en sus ansias de libertad.

Y este 14 de febrero, estoy seguro, no va a ser diferente. Ante una nueva convocatoria electoral, el estado español confía en la desmovilización, el cansancio y la pandemia. Espera que su hoja de ruta -traer al ex ministro Illa para repetir la operación Ciudadanos- acabe de una vez por todas con la resiliencia independentista. Solo si se supera el porcentaje de voto de anteriores elecciones y se alcanza el ansiado 50% se habrá dado un paso determinante para que la carpeta catalana vuelva con fuerza a la agenda europea.