Cinco años después de su primera abdicación, Juan Carlos I, el rey emérito, ha protagonizado su abandono de la vida pública, algo que nadie sabe a ciencia cierta qué quiere decir y en qué consistirá pero que ha vuelto a situar en primer plano la siempre polémica monarquía española. El emérito, como ha sido conocido por la opinión pública estos últimos años, se ha ido a los 81 años, solo y por la puerta de atrás. Que su última imagen antes de la nueva situación de retirada total y en la que ya no representará nunca más a la Corona española haya sido su asistencia a una corrida de toros en Aranjuez es una muestra más de la inconsistencia de la situación a la que se había llegado. Su soledad durante la jornada es la constatación de que hace ya tiempo que es más un problema que cualquier otra cosa. Tanto su mujer, reina (emérita), como su hijo, rey, su nuera, reina y demás descendientes, le devolvieron alguno de los desplantes recibidos, haciéndose más evidente que nunca la ruptura familiar.

La retirada a trompicones de Juan Carlos I tiene mucho que ver con el deterioro de la institución monárquica en España, cuya valoración el CIS decidió hace más de cinco años retirar de las preguntas de sus encuestas tras el último suspenso, que data de abril de 2014, con una puntuación de 3,73. Desde aquella fecha, solo sondeos de medios privados y ninguno del principal organismo demoscópico estatal. Que la monarquía no remonta es algo más que una evidencia y que la imagen de Felipe VI ha empeorado en zonas como Catalunya, Baleares, País Vasco, Navarra o Asturias, también. En el caso catalán, de una manera irreversible desde el provocador discurso de aquel 3 de octubre de 2017, que le ha enemistado con una parte muy amplia de la sociedad.

La manera como ha transcurrido el juicio del Tribunal Supremo y la violación constante de los derechos de los presos políticos no ha hecho sino enquistar una situación de imposible solución. También, el enroque del Rey, absolutamente pétreo en todas sus intervenciones públicas, como si el conflicto catalán solo pudiera encarrilarse en la dirección del A por ellos y con represión. El deep state tiene absolutamente secuestrada la situación hasta el extremo de que no hay día de que no se vulneren derechos que la ley decanta en sentido contrario. Así, la decisión del Tribunal Supremo impidiendo al diputado Jordi Sànchez ser el representante de Junts per Catalunya que se entreviste con Felipe VI es, sin duda, una buena noticia para el monarca, que evita una incómoda foto. Pero carece de base legal alguna aunque en los últimos tiempos nos hemos tenido que acostumbrar a que todo puede acabar defendiéndose.

Otro ejemplo es el de no permitir a Oriol Junqueras ni recoger sus credenciales como eurodiputado en el Congreso de los Diputados. ¿Con qué objetivo? Evitar que goce de inmunidad parlamentaria, algo que sucedería, inevitablemente, en el mismo momento en que lo fuera. La doctrina judicial se construye sobre la marcha y poco parece importar que hace un mes sí se le permitiera ir a la Cámara Baja a formalizar su alta como parlamentario y asistir a la sesión constitutiva de las Cortes. Ahora se le dice a Junqueras lo contrario y asunto zanjado. Demasiadas cabriolas en terrenos pantanosos.