Decía Giulio Andreotti, seguramente el político que protagonizó más vendettas en la política italiana del siglo XX, que, en este oficio hay "amigos, enemigos y compañeros de partido"; y que estos últimos siempre eran los más peligrosos. La carrera política de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, estaba en coma irreversible desde hacía semanas. Lo sabía todo el mundo en la capital española por el cúmulo de mentiras y falsedades alrededor del máster ficticio de la Universidad Rey Juan Carlos.

Un muy buen trabajo periodístico de Eldiario.es había ido acorralando a Cifuentes hasta dejarla sin oxígeno político y había puesto patas arriba la carrera de la aspirante a suceder a Mariano Rajoy en competencia con su vicepresidenta, Soraya Sáenz de Santamaría, y el líder gallego, Alberto Núñez Feijóo. Cifuentes picaba alto, muy alto, y ahí debe estar también una de las claves de su muerte política súbita de este miércoles.

En un país serio, el tema del máster hubiera sido suficiente para su dimisión. Pero en la España de hoy, abierta en canal por el descrédito en el exterior que le ha proporcionado la invención de todo el denominado dossier judicial de Puigdemont, y con múltiples agujeros por la corrupción del PP, en que unos se aguantan las vergüenzas a los otros, por lo visto no era suficiente.

Han tenido que venir a rematar la faena las cloacas de Interior rescatando un vídeo de hace siete años en que Cifuentes aparece robando en un supermercado unas cremas de 40 euros. No era suficiente. Faltaban las cremas. Demasiada vergüenza ya acumulada para quien era a todas luces un cadáver político.

En definitiva, la prueba de cómo se aparta a los compañeros de partido. Hay que tomar nota.

Y, a todo esto, Rajoy, granítico, presidiendo el duelo: “Ha hecho lo que tenía que hacer. Era obligado que dimitiera”. Una vez más, el método Mariano: Alea jacta est.