Llevaba Mariano Rajoy más de 65 minutos en la tribuna de oradores del Congreso de los Diputados leyendo un soporífero discurso de investidura que no provocaba la más mínima atención de los parlamentarios de su grupo, pese a que aplaudían religiosamente cada una de sus interrupciones, cuando de golpe la Cámara salió de la siesta a la que era sometida por el candidato. Hicieron falta solo dos palabras: Catalunya y el independentismo. Rajoy empleó un lenguaje duro, infranqueable. También, como un aviso a navegantes ante la hoja de ruta que tiene por delante el Parlament de Catalunya. Estuvo más legalista que político –las leyes dicen lo que dicen–; mucho más recentralizador que partidario de abrir el compás con reformas constitucionales –la autonomía no es una concesión de soberanía– y mucho más inmodesto que dialogante –presentarse como el adalid del diálogo frente a la Generalitat no deja de formar parte del mundo de la utopía–.

Rajoy quizás no dijo cosas nuevas, ni lanzó advertencias que no hubiera efectuado antes. Pero sí quiso aprovechar la ocasión para realizar su primer mitin electoral por si llegan los terceros comicios en un año y presentarse como el garante de la unidad de España. Casi por encima de Ciudadanos y despreciando el papel del PSOE, que, en esta cuestión, quiere salir sí o sí al lado del PP. De su discurso quedó claro que no hay fisuras para un mínimo movimiento y que el PP llegará hasta el final con un único programa que acaba siendo envolvente para el resto de formaciones políticas españolas: ley, ley y ley. Aunque para hacerla cumplir se tomen a menudo atajos como la Operación Catalunya denunciada por el comisario Villarejo o la fabricación de pruebas falsas contra dirigentes del independentismo como Artur Mas u Oriol Junqueras con la complicidad del ex director de la Oficina Antifrau de la Generalitat, Daniel de Alfonso.

Si la cuestión catalana ocupó el núcleo de un debate que no va a ningún sitio, como resaltaron los sucesivos portavoces de los grupos, la otra nota de interés la protagonizaron los diputados de Ciudadanos. No tanto porque no aplaudieron el discurso de Rajoy pese a que también era su candidato –en su día tampoco aplaudieron a Sánchez– sino por la mordaz crítica que muchos dirigentes de la formación naranja dirigieron a Rajoy por su intervención y por la cara de aburrimiento que había en la bancada de C's. Irónicamente, el portavoz Girauta habló de un discurso "apasionante" y otros diputados se interrogan en público sobre si Rajoy realmente quería ser investido presidente con el parlamento que realizó. Ninguna referencia a Rivera, al que ni mentó. Quizás sea porque guarde los elogios para hoy o, simplemente, porque sigue guardándole rencor por los votos que cedió para la investidura de Sánchez y por aquellos días en que aseguraba que nunca, nunca, le votaría, entre otras cosas, por la corrupción del PP. Palabras que están en las hemerotecas pero que un político siempre recuerda.