Que el estado español busca acabar con el catalán por la vía de eliminar la inmersión lingüística en la edad escolar es una verdad universal. Que Catalunya no ha conseguido parar esta ofensiva judicial, política y mediática, también. España es una máquina imparable de hacer independentistas y sabe muy bien lo que tiene que hacer: asfixiar las demandas catalanas. Demandas que, en síntesis, se resumen en dos: lengua y dinero. Al catalán se le empezó a perseguir en abierto con Ciudadanos y la prensa radicada en Madrid.

Aquella batalla, que encontró en Albert Rivera su máximo exponente y que recogió toda la legión de resabiados de décadas anteriores, se hizo fuerte en la capital española, encontró el aparato judicial más dispuesto que nunca a corregir las cesiones de la transición a Catalunya en materia lingüística y tuvo el apoyo de un cierto stablishment catalán, deseoso de volver cuanto antes al castellano sin riesgo alguno de ser señalado. Recuerdo a más de uno, que incluso había catalanizado su nombre, suspirar porque el catalán quedara entre las cuatro paredes de las escuelas, como si se tratara del inglés. O en TV3 y Catalunya Ràdio, como excepciones, no con la voluntad de expandir la lengua propia de Catalunya hasta el último rincón de la gran mayoría de los medios de comunicación.

Que este martes el Tribunal Supremo haya acordado obligar a que las escuelas catalanas tengan que hacer un mínimo del 25% de las clases en castellano es el corolario esperado a lo que ha sucedido estos últimos años. El diálogo con el Estado es imposible porque ha decidido descatalanizar Catalunya y no va a parar hasta que enfrente se encuentre una respuesta contundente, inequívoca y sin matices. Las ruedas de prensa, las protestas de los partidos, las declaraciones subidas de tono, ya se dan por descontadas. Esto no los va a mover ni un ápice de su análisis actual: Catalunya está desarbolada y perdida en sus batallas fratricidas.

Y, lamentablemente, hay, en los últimos años, demasiados casos en que la batalla entre los independentistas ha sido extenuante. De hecho, no va a menos en los últimos tiempos. Y, contrariamente, no va a más la fortaleza de Catalunya en España. Habrá que darle la vuelta como un calcetín más pronto que tarde, practicar una política de estado y defender la identidad del país si se aspira un día a reconstruirlo. Y, sobre todo, aprovechar bien la fuerza que se tiene. En política, el principal activo es ser imprescindible y el independentismo ha tirado por la borda esa posición por sus batallas estériles. No hay otro camino: unidad. Porque el estado español ha encontrado un filón en la división y, al final, lo que puede pasar es que el partido que sobreviva de la pelea independentista no es que gestione la autonomía, sino que no tendrá ni los poderes que antaño tenía un gobernador civil.