Con el retorno de Luiz Inácio Lula da Silva este domingo 1 de enero a la presidencia de Brasil se cierra la polémica etapa del ultra Jair Bolsonaro y el país sudamericano puede volver a sonreír después de cuatro años marcados por la polémica permanente: cuando no ha sido por su gestión de la covid y la oposición a las vacunas, ha tenido que ver con su pésima actuación en materia económica o su responsabilidad en materia medioambiental permitiendo el aumento de la deforestación de la Amazonia. O sus simpatías por el régimen militar que gobernó su país durante dos décadas.

Todo ello ya da idea del país que hereda Lula, marcado por una difícil situación económica y una alta tensión social fruto de la fractura provocada por Bolsonaro, que el viernes, sin esperar a la llegada de Lula, ya viajó rumbo a los Estados Unidos, país en el que fijará, seguramente, su exilio en el estado de Florida. Un expresidente que aún no ha reconocido su derrota en la segunda vuelta de las elecciones celebradas a finales del pasado mes de octubre y tampoco ha felicitado a Lula y que veremos, seguramente, más pronto que tarde frente a uno de sus valedores, el también expresidente de Estados Unidos, Donald Trump.

Lula empieza su tercer mandato —los dos anteriores fueron entre 2003 y 2010— con un gobierno amplio con 37 ministros, algunos muy alejados de su ideología de izquierdas y considerados de corte liberal. Igual que le sucedió la primera vez que accedió a la presidencia, el país se encuentra con urgencias a resolver que marcarán sin duda su nuevo mandato. La más importante, el hambre que asola Brasil, donde, según un estudio divulgado el pasado mes de junio, 33 millones de brasileños no tienen para comer. Pero, también, la recuperación de su programa de la anterior presidencia, Bolsa familia, consistente en la transferencia de dinero a los pobres.

El hecho de que una de sus primeras iniciativas sea la derogación de todos los decretos de flexibilización de acceso a las armas que había impulsado Bolsonaro va a suponer un choque con la legión del radicalismo bolsonariano, expandido por un país prácticamente dividido en dos mitades. Como ha dicho Lula en su toma de posesión, Brasil no precisa de armas, necesita libros, seguridad, educación y cultura. El quinto país más grande del mundo, con 8,5 millones de kilómetros cuadrados, detrás de Rusia, Canadá, Estados Unidos y China, inicia una nueva era no exenta de riesgos. Pero Lula es una bocanada de aire fresco después de cuatro años para olvidar.