La llegada de los talibanes nuevamente al poder, veinte años después de que se tuvieran que refugiar en las montañas, es una muy mala noticia para los que iniciaron aquella absurda guerra en aquel confín del mundo. Sobre todo para Estados Unidos, y para el actual inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, que quizás no ha calibrado suficientemente bien el coste de la retirada estadounidense, la huida en desbandada de la principal potencia militar del mundo en unas escenas que no se vivían desde Vietnam y la sensación de derrota.

Todo ello forma ya parte de su legado y veremos en el futuro el lastre que puede acabar teniendo para su presidencia. Los principales medios norteamericanos que habían respaldado a Biden -que permanece recluido en su residencia de Camp David- desde su elección presidencial el pasado noviembre, se muestran ahora entre consternados e irritados por lo que ya consideran una humillante conclusión de la experiencia estadounidense en Afganistán, por recoger palabras escritas este lunes en el The New York Times.

Pero, sobre todo, es un absoluto desastre para la población afgana, fundamentalmente mujeres y niños. No hay que engañarse: el régimen de los talibanes impondrá, más pronto o más tarde, un régimen de terror absoluto que acabará con los avances democráticos que se habían ido produciendo en cuentagotas y que padecerán de manera muy cruel las mujeres con la aplicación de ley sharía al estilo de los talibanes. Una ley, dicen, inspirada en el Corán y los dichos y acciones de Mahoma, y que se trata de la base del nuevo código penal en Brunéi, que castiga el adulterio y la homosexualidad con muerte por lapidación y la prohibición de que las niñas a partir de los 13 años vayan a la escuela.

El nuevo emirato islámico se ha hecho con el poder de una manera precipitada en los días que llevamos de agosto. Nada queda de las dos décadas de actuación de las fuerzas de los países occidentales y la huida del presidente del país no hace sino confirmar que la partida se ha acabado. Falta por ver qué sucede con la repatriación de los extranjeros que han trabajado en Afganistán estos años y con los afganos que han actuado de intérpretes y, también, con el éxodo masivo que se producirá entre la temerosa población. El actual caos en el aeropuerto de Kabul es un mal preludio de lo que puede acabar pasando.

En medio de esta dramática situación, llama la atención sobremanera la suma de desdén e impotencia de la comunidad internacional ante el derrumbe total del régimen. Su pasividad, su silencio y su falta de propuestas y soluciones no solo para evitar lo que ya ha llegado sino para impedir una catástrofe de continuada violación de derechos humanos. La siempre lenta maquinaria internacional de la ONU ha empezado las reuniones y deliberaciones. Pero nada de ello servirá si no hay una acción enérgica y coordinada que impida la repetición de imágenes que creíamos superadas y que ahora está a la vuelta de la esquina que se conviertan nuevamente en cotidianas.