La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, previsiblemente no podrá aprobar sus primeros presupuestos después de que la CUP le haya comunicado que no piensa apoyarlos. No es una buena noticia, ya que a la debilidad aritmética del equipo de Barcelona en Comú –11 concejales de los 41 del consistorio– se añade un traspiés con el que Colau no contaba después de cerrar los otros acuerdos que le eran imprescindibles con Esquerra y PSC. En muy pocas semanas, es muy probable que el Govern se encuentre en una tesitura similar y el vicepresident y conseller d'Economia, Oriol Junqueras, constate la irreversibilidad de una situación similar. En este caso, con el añadido de que en los pactos acordados entre Junts pel Sí y la CUP para la investidura de Puigdemont y la retirada de Mas iba implícito el apoyo de los diputados cupaires necesarios para sacar adelante las cuentas de la Generalitat.

¿Pueden permitirse Barcelona y Catalunya no disponer de una herramienta tan útil como unos presupuestos para realizar, entre otras, políticas sociales imprescindibles? ¿No estamos hablando más, quizás, de una cuestión estética de la CUP que, con razón o no, no quiere implicarse en grandes decisiones de gestión que obligan a transacciones en las que siempre hay que ceder? Porque, en este caso, no es manejable el discurso utilizado por los cupaires de un pacto imposible con la derecha, que a veces se usa para hablar de la coalición de Junts pel Sí. Porque Colau es personalista y populista, pero de derechas no debe ser ni tan siquiera para la CUP.

En un momento que se reclaman liderazgos fuertes quizás valdría la pena que Puigdemont y Colau, el president y la alcaldesa, se sentaran alrededor de una mesa y buscaran, alejados de sus respectivas formaciones, soluciones a un mismo problema. No tienen un pasado de relaciones conflictivas y tienen ambos todo el futuro político por delante. Darían todo un golpe de autoridad, y más de uno y más de dos se lo agradecerían. Y Catalunya y Barcelona tendrían sus presupuestos.