Cuando el pasado 24 de febrero Vladímir Putin dio la orden al ejército ruso de invadir Ucrania, los analistas hablaban de una guerra exprés dada la abismal diferencia de fuerzas militares entre los dos países. Al cumplirse este domingo los cinco meses de conflicto militar, la situación ha dado la vuelta como un calcetín y nadie se atreve a hacer un pronóstico definitivo. Tan solo puede evaluarse el enorme coste de todo tipo que está teniendo, empezando por las vidas humanas —se calcula una media de 230 muertos cada día—, los millones de desplazados a otros países —los últimos cálculos hablan de 5,8 millones de refugiados en otros Estados europeos— y los 6,3 millones de desplazados internos, personas que ahora viven en otras zonas de Ucrania.

Una guerra que ha dado la vuelta a las relaciones internacionales (Rusia ha pasado a ser un enemigo para Europa y Suecia y Finlandia han solicitado su ingreso en la OTAN); ha provocado una crisis económica de una magnitud desconocida que ya ha puesto en alerta a todos los países, con un retorno a los años ochenta y noventa en lo que respecta a la inflación; ha desatado una crisis energética por el abastecimiento del gas ruso, con mensajes alarmistas a diario y con la Comisión Europea queriendo restringir las calefacciones y el aire acondicionado; y, finalmente, ha abierto una crisis alimentaria mundial con el bloqueo a la exportación de cereales ucranianos bloqueados en los puertos del mar Negro. Sobre esta última cuestión, se ha alcanzado un acuerdo con ayuda de Naciones Unidas y de Turquía y si se acaba respetando será una magnífica noticia.

Nada apunta a que estemos en el final del conflicto bélico, ni tampoco a que este no pueda recrudecerse aún más. Estamos ante una guerra en la que habrá que poner las luces largas y que, lamentablemente, Europa está viendo pasar sin ser un actor importante y, por el contrario, es el continente más afectado, ya que es el que tiene una mayor dependencia de Rusia. Putin no da muestras de rectificar, al contrario, parece absolutamente preparado para el largo invierno, sin que el bloqueo internacional que padece haga nuevos y definitivos estragos en su maltrecha economía.

En este contexto, el gobierno español ha hecho un aterrizaje político suave en la crisis. Solo muy recientemente ha decidido afrontarla y lo ha hecho, como es marca Pedro Sánchez, con medidas populistas y más pendiente de revertir los negativos sondeos que tiene después de la aparatosa derrota electoral de Andalucía. El ejemplo más claro ha sido el impuesto a los bancos y energéticas que, pese a lo que se declare desde la Moncloa, está fuera de toda duda razonable que acabará repercutiendo en los ciudadanos. La inflación de dos dígitos está dejando a millones de españoles sin opciones de poder gestionar la cesta de la compra y mientras el Gobierno piensa en las vacaciones y el turismo, muchos ciudadanos piensan en su pérdida de poder adquisitivo. Ese es el verdadero problema entre los despachos y la calle.