El nombre de Derek Anthony Redmond todavía lo recuerda mucha gente en Barcelona. Y no por las medallas, que no ganó ninguna, sino por uno de los momentos que marcaron a fuego los Juegos Olímpicos de 1992.

La semifinal de los 400 metros lisos parecía un trámite para Redmond, velocista británico y uno de los grandes favoritos a colgarse el oro. Su ritmo, después del pistoletazo de salida, era constante y marcado para situarse, sin sacrificios, al frente de la serie. Tenía un lugar para la final en el bolsillo pero a la mitad de la carrera notó un pinchazo en la parte posterior de la pierna derecha y se desplomó sobre su rodilla izquierda.

Allí, en el carril número 5, Redmond se puso la mano en la cara para estallar a llorar de frustración. El atleta intentó levantarse para volver a correr pero la lesión se lo impedía. La carrera continuó pero el estadio se fijaba en Redmond que, cojo, se esforzaba por intentar cruzar la línea de meta. Su padre, Jim Redmond, consiguió sortear la seguridad del estadio para saltar de la grada a la pista, coger a su hijo y ayudarlo a acabar una carrera por la que tanto había entrenado. Y lo consiguió.


Redmond estaba eliminado pero ya había dado una lección de vida y sacrificio. El británico había tenido una carrera maltratada por las lesiones y en su punto álgido, cuando parecía que tenía la gloria olímpica a tocar, se volvieron a ensañar con él.

Además, el velocista nunca olvidará aquella tarde en el Estadio Olímpico de Montjuïc porque la lesión en los isquiotibales lo obligó a despedirse del atletismo antes de tiempo.