Hace unas semanas se me acabó el chollo. Hasta hace nada iba en el trabajo en coche. Cierto, la gasolina no era cara sino prohibitiva, pero este lujo pequeñoburgués lo compensaba la comodidad de hacer el trayecto entre Gelida, mi pueblo, y la redacción, sin tener que sufrir las 'afectaciones' de Renfe. Mejor todavía, no tenía que pagar parking. No es que los trabajadores del diario tengamos lugar para dejar el coche gratuitamente en el edificio de nuestra redacción. Es que junto a nuestras oficinas tenemos un supermercado. Bien, ha diversos, pero este en concreto, un local de la cadena Carrefour, tiene una zona de aparcamiento para clientes en la cual no realizaban ningún tipo de control. No había barrera de entrada ni de salida. No había límite de horas ni compra mínima para poder dejar tu vehículo. Lo sabía todo el barrio. Y todo el barrio iba a aparcar. Me pasó que un día llegué y me encontré la puerta del parking cerrada. Ahora para poder dejar el coche tienes que dejar el vehículo ante el aparcamiento. Entrar en el súper. Avisar a la cajera, que a su vez avisa a un compañero, que baja a abrirte la puerta,  que cuando has aparcado, cierra de nuevo la puerta. Tienes que subir al súper, hacer compra, avisar a la cajera que tienes el coche en el parking, que avisa al mismo compañero (u otro), que baja a abrirte la puerta del parking y la cierra cuando te has marchado. Eso empezó a ser así poco antes de Navidad. Y sin poder aparcar gratuitamente el coche, uno de mis propósitos para este 2023 ha sido volver a ir a trabajar en tren.

La añoranza de leer en el tren

Ir a trabajar en tren es toda una experiencia. Una experiencia incómoda. En la estación, sobre las siete y media de la mañana, mientras esperas que llegue el ferrocarril, hace frío. Y como los trenes de Renfe siempre llegan tarde, te acabas congelando. Peor, estos primeros trenes del día siempre van llenos de estudiantes y trabajadores que, como tú, van a Barcelona. Muchas veces no hay asientos vacíos. Y entre el frío y el cansancio por hacer los 40 minutos de trayecto entre Gelida y Barcelona de pie, llego al diario que me volvería a casa a dormir. Contrariamente, si encuentro dónde poder sentarme, puedo disfrutar de uno de los hechos que más me apasionan: leer. Costumbre, la de leer en el tren que, por ser mi rato, aquellos momentos en que nada ni nadie me distrae de mi afición, añoraba. En dos semanas ya me he zampado dos libros, el primero, La sombra, de David Cabrera, periodista barcelonés que forma parte del equipo del Salvados de Jordi Évole, y publicado por la siempre infalible editorial Libros del KO.

Una sombra entre millones de habitantes

La cosa va de un tipo que, a los veintipocos años, asesina a otro joven en una pelea de bar en Madrid. Lo detienen, va a juicio. Lo condenan, pero en el intérvalo de tiempo entre que se dicta sentencia y tiene que entrar en la prisión, se fuga. Lejos de marcharse a un país lejano, de esconderse en un pequeño pueblo de montaña, vuelve a su ciudad, Barcelona, a su barrio, el Raval, y durante tres décadas rehúye la orden de busca y captura que pesa sobre él justamente haciendo una vida normal, como la tuya y como la mía. Es una sombra entre los millones de habitantes de la capital catalana. Es, por cierto, una historia real. La de un crío que, hijo de una familia desestructurada en la España franquista de los años sesenta, nació con las cartas marcadas: su padre era un pequeño traficante que lo utilizaba como camello, su madre acabó huyendo de casa, víctima de la violencia machista (intentó recuperar a sus hijos, pero todavía recibió más malostratos por parte del hombre). Él, nuestro protagonista, a los 14 años, ya era un experto robando coches, con 16 entró por primera vez en la Modelo, con 18 se hizo legionario, con veintipocos mató a otro joven... La sombra explica todo eso, pero no justifica nada. No moraliza ni condena, solo relata.

105 Museu d'Història de Catalunya, vista aèria del Raval

La sombra, el fugitivo que se escondió entre nosotros

El atractivo del personaje secundario

Sorprendido por la historia: no deja de resultar chocante que alguien pueda huir de la justicia durante tres décadas sin esconderse; he disfrutado enormemente del libro de Cabrera... en sus primeros capítulos. Después, su prosa me ha resultado reiterativa, un poco hiperbólica y sobreactuada. Quizás he perdido el interés porque desde el primer capítulo sabes cómo acabará todo (no os lo pienso explicar, pero os lo podéis imaginar) a pesar de un pequeño giro argumental en las últimas páginas. Tanto o más estimulante que la vida de La sombra, me ha resultado el relato paralelo que hace el autor de un personaje secundario, el de la descripción de esta Barcelona, gris y dejada de los sesenta y setenta, que pasa a ser una ciudad posmoderna en los noventa, para acabar convirtiéndose en una urbe deprimida y sacudida por la crisis inmobiliaria y la gentrificación.

Las otras sombras

Fisgón por naturaleza, imagino que por defecto profesional, además de leer, otra de las cosas que me gusta hacer en el tren es fijarme en la gente que me rodea: imaginar qué deben estar pensando, con quién estarán hablando por teléfono, a quién estarán enviando whatsapps, qué música escuchan, qué están leyendo... Ahora lo que me pregunto es con cuántas sombras habré compartido vagón.