Hubo un tiempo en el que, probablemente sin saberlo, millones de telespectadores se conectaban cada noche con el espíritu de Ray Bradbury, genio de la ciencia-ficción, para dejarse llevar por toda suerte de personajes extravagantes, desquiciados, freaks de manual, quizás directamente chiflados. Con Crónicas Marcianas, Xavier Sardà y su equipo hicieron historia de la pequeña pantalla, con audiencias que hoy son un sueño para cualquier cadena. Entre las criaturas que desfilaron por aquel plató, ninguna como Marimar Cuena Seisdedos, más conocida como Tamara (primero, después se rebautizaría como Ámbar para terminar siendo Yurena). Ninguna como ella por lo que significó, y por el fenómeno que supuso su aparición. Aspirante a cantante de talento más bien cuestionable (o no, menudo debate), siempre acompañada de una madre que la defendía a golpe de bolso, Tamara aparecía en el programa de Telecinco acompañada de, o perseguida por, una corte de chupópteros sin escrúpulos que revoloteaban a su alrededor, cada cual más peculiar, interesado, sinvergüenza o amoral que el anterior.
Tamara aparecía en el programa de Telecinco acompañada de, o perseguida por, una corte de chupópteros sin escrúpulos
En pocas semanas, el público se familiarizó con los nombres de farsantes como Paco Porras, Tony Genil, Loly Álvarez o Arlekín. También con el de Leonardo Dantés, autor de una canción convertida en himno, quién sabe si por ganas de mofa de quienes la coreaban o por una brillantez que al autor de este artículo sigue costándole encontrar. No cambié, decía el tema, sigo siendo la misma pero ya no sufro por tu querer. Toda una declaración de intenciones tanto del particular músico como de su no menos singular intérprete: Tamara lideró listas de ventas, y su séquito oficial de sanguijuelas se paseó por los platós tratando de sacar tajada a base de escándalos inventados, de bulos sin sentido. Un espectáculo dantesco, que tanto despertaba el rubor ajeno como provocaba una inexplicable fascinación alrededor de esos seres que parecían llegados de otra galaxia. Y que puso en la diana a toda aquella tropa de infelices, que se forraron pero que también tuvieron que soportar la deshumanización y un linchamiento constante de una opinión pública heredera de la Santa Inquisición que, gracias al Cielo, aún no tenía ni idea de las posibilidades de sadismo y machaque sin cuartel que años después ofrecerían nuestras queridas redes sociales, repugnante vertedero de frustraciones y odios.
Una genialidad suicida
Era, pues, casi una obligación aproximarse a aquel fenómeno conocido como Tamarismo de una forma que recreara la polarización que despertaban tanto sus protagonistas como las televisivas Crónicas Marcianas. Un encargo de Los Javis (otros que despiertan reacciones encontradas, lo hicieron con Veneno o con La Mesías, también con sus apariciones en los medios o en las redes: genios para algunos, sobrevaloradísimos para otros) ha llevado a Nacho Vigalondo a construir el que probablemente sea su mejor trabajo hasta la fecha. El director de Los Cronocrímenes o de la reciente Daniela Forever lleva años dando forma a un universo creativo y narrativo que no se parece a ningún otro, jugando con la cotidianidad y el absurdo, con lo fantástico y lo esperpéntico, y no iba a cambiar de un día para otro ante esta misión casi suicida.
Vigalondo se disfraza de piloto kamikaze, huye de toda ortodoxia y apuesta por los mismos extremos
En Superestar, la serie que recoge aquellas vidas y aquellos hechos y que acaba de estrenar Netflix, Vigalondo se disfraza de piloto kamikaze, huye de toda ortodoxia y apuesta por los mismos extremos que lo hacían las Crónicas de Sardá. Si jugamos, vamos con todo, hasta las últimas consecuencias. Y el cineasta propone una mirada con la que, ninguna duda, le lloverán tantas hostias como halagos. Este texto aplaude a rabiar y se alinea con los entregados a la imaginación, el riesgo formal y argumental, el desconcierto y la brillantez de una serie distinta a cualquier otra.

En Superestar, Nacho Vigalondo (con la complicidad de la codirectora catalana Claudia Costafreda) dibuja un puzzle abierto a la sorpresa constante, dedicando cada uno de sus seis episodios a los distintos miembros de aquella fauna. Un perfecto caleidoscopio en el que juega con la ciencia-ficción, lo grotesco, la sátira y la fábula para perseguir una realidad imposible de conocer: la búsqueda de eso que llamamos la verdad se antoja una quimera, y la serie reflexiona sobre asuntos como la identidad, la dignidad, la autoestima, la falta de escrúpulos o la revolución de los antisistema ante un establishment que siempre reacciona con violencia cuando alguien lo cuestiona o le planta cara.
La dimensión desconocida de Vigalondo
Casi a modo de Gran Hermano que todo lo ve, Vigalondo se disfraza de Joaquín Sardana (el otro Sardà, el de esta ficción) para presentar Tiempo de Marte (las otras Crónicas), pero también para introducir cada uno de los episodios de la miniserie que nos ocupa, como si se tratara de Alfred Hitchcock o de Chicho Ibáñez Serrador, o, mucho mejor, de aquel Rod Serling que nos abría La Dimensión Desconocida tanto como nos la abre Superestar. De nuevo pura ciencia-ficción, puro terror, puro género, salpicado de drama y humor, para aproximarse a la esquiva verdad que, como decían en Expediente X, está ahí fuera. Más allá de retratar a su insólita manera a los protagonistas del fenómeno Tamara y, sobre todo, a la sociedad que propició aquel delirio, es cierto que Superestar jamás mira a sus criaturas con condescencia ni superioridad moral, aunque sí ponga a cada uno de sus siete personajes en el lugar que le corresponde. La serie acaba señalando, incluso denostando, a unos (a Porras, a Arlekín y a Genil, en menor medida a Loly) y abraza a los otros, poniendo en valor el amor desmedido de una madre, Margarita Seisdedos, hacia una hija que siempre vio como su niña; y el genuino intento de vivir de su arte, fuera cual fuera si es que existía, de Tamara-Ámbar-Yurena y de Leonardo Dantés.
Superestar jamás mira a sus criaturas con condescencia ni superioridad moral, aunque sí ponga a cada uno de sus siete personajes en el lugar que le corresponde
Y si hablamos de Superestar, es fundamental valorar el extraordinario trabajo de un grupo de intérpretes en estado de gracia: todos ellos hacen trabajos memorables, de un brillante Carlos Areces que traza a Paco Porras como un psicópata más facha que feo, a un estupendo Pepón Nieto en la piel del fracasado coplista Tony Genil; de una sorprendente Rocío Ibáñez (sin más experiencia que en otra marcianada como Espíritu sagrado) capaz de mostrar amor con una mirada airada y dos frases con voz ronca, a unos ajustadísimos Julián Villagrán y Natalia de Molina entregados a su particular historia de amor fou como Arlekín y Loly Álvarez. Pero, por encima de todo, el alma de Superestar se encuentra en la humanidad en medio de lo grotesco que transmiten unos superlativos Ingrid García-Jonsson (Tamara) y Secun de la Rosa (Leonardo Dantés).
Libre como el sol cuando amanece y como el ave que puede al fin volar, Nacho Vigalondo se aplica el mensaje de uno de los himnos de nuestra cultura popular: No cambié, no cambié, sigo siendo la misma pero ya no sufro por tu querer. ¡Qué bien que Vigalondo lo lleve hasta el final, que arriesgue, que no tenga en cuenta nada más que su propia creatividad! Capaz de acudir a los enigmas de David Lynch (la Pensión Paradai's, prima hermana de la Habitación Roja de Twin Peaks) y al esperpento de Ramón María del Valle-Inclán, a la memoria y al olvido. Y que nos regala una serie tan antisistema como la propia Tamara, tan inocente como Leonardo Dantés, tan desquiciada como Paco Porras, tan posesiva como Loly Álvarez, tan enloquecida como Arlekín, tan ambiciosa como Tony Genil, y tan llena de amor como Margarita Seisdedos. Puede que la odiéis, puede que la améis, pero Superestar es, sin duda, una de las series del año.