En una escena de la nueva película de Sofia Coppola, su protagonista, a punto de parir, se toma un momento para ponerse unas pestañas postizas antes de ir hacia el hospital a toda velocidad. De alguna manera, la obra está cumplida. Desde el momento en lo que Priscilla Ann Beaulieu cruza los postigos de Graceland, el sueño de aquella adolescente de 14 años que Elvis Presley ha escogido como novia empieza a coger características de pesadilla. Y una personalidad en crecimiento, todavía todo para aprender y para vivir, empezará a seguir las instrucciones de un adulto que quiere modelarla a su gusto.

Vamos por partes: en 1959, el Rey del Rock hacía al servicio militar en la base norteamericana de Friedberg. Tenía 24 años, ya era una estrella de la música, había rodado El rock de la cárcel y El barrio contra mí, y cumplía su deber con el país vistiendo el uniforme del ejército. Fue entonces cuando se fijó en la hija de un oficial que, como él, también estaba destinado a (la entonces) Alemania Occidental. De esta manera empieza Priscilla, o el perverso cuento de hadas de una niña obligada a crecer antes de tiempo.

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Inocencia interrumpida

En filmes como Lost in Translation (2003) o Maria Antonieta (2006), la cineasta Sofia Coppola ya hablaba de mujeres jóvenes, encerradas en jaulas de oro por maridos que impedían el desarrollo normal de una identidad propia. En Somewhere (2010) era el padre quien daba sombra a la hija. Un hotel de lujo en Japón o en Hollywood, un palacio en Versalles o una mansión en Memphis pueden ser, también, prisiones de alta seguridad para chicas que se han visto atrapadas sin saber muy bien cómo. De alguna manera, las tres películas son, también, miradas a las oscuridades del privilegio y a una soledad inevitable.

En Priscilla, la adolescente obnubilada por el mito cae rendida a sus pies y se convierte en, por momentos, más una mascota que no una pareja. Hablábamos en el primer párrafo de las pestañas postizas antes de ver nacer a una hija. En los títulos de crédito que abren el filme, la cámara nos ofrece primeros planos de las uñas pintadas de rojo de unos pies que pisan una alfombra de color rosa, también de un ojo que recibe, de nuevo, una pestaña postiza. La Priscilla que vive en Memphis ha perdido una inocencia que seguramente era el gran fetiche de Elvis, y ha ido asimilando todo aquello que él ha ordenado: cómo tiene que vestirse, cómo se tiene que maquillar, cómo se tiene que peinar, cómo se tiene que olvidar de un trabajo a media jornada... "Soy yo o una carrera, baby, necesito que estés allí cuando llamo por teléfono", advierte un Presley muy consciente de modelar el nuevo juguete a su gusto.

Lost in Graceland

La historia de amor tóxico entre el Rey del Rock y la pequeña, abandonada, desconcertada, perdida, Cilla añade broncas y puntuales conatos de violencia furiosa, adicciones a las pastillas que ella consigue evitar (cuando la protagonista le dice que quizás está abusando, Elvis responde que ya tiene un médico y que no necesita opiniones de aficionados), también un control estricto de su sexualidad. Él decidirá cuándo follarán, ella tendrá que esperar a que él encuentre el momento adecuado. Claro está, el que Elvis opta por no tener en casa, lo encuentra entre las sábanas de groupies o de compañeras de trabajo, celebridades como él: affaires con Nancy Sinatra o Ann-Margret que Priscilla lee en las portadas de los diarios sensacionalistas, sintiendo una picadura en el corazón, levantando la voz un poco, pero aceptando con resignación cristiana, qué remedio.

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Basada en Elvis and Me, el libro que a mitad de los años 80 escribió la propia Beaulieu con ayuda de Sandra Harmon, Priscilla no es ninguna revancha, aunque el Elvis que se nos muestra flirtee con tics de depredador y de maltratador. De alguna manera, la suya es una mirada sin odio ni rencor, consciente de la toxicidad de su relación pero también respetuosa y tierna hacia alguien a quien amó y que la amó, otra cosa es de qué manera. En realidad, la suya es la historia de tantas y tantas mujeres de ahora, de antes y de más allá, coartadas, modeladas, puteadas por el patriarcado.

Explicaba David Trueba que, en el proceso de casting de Saben aquell, al escoger a David Verdaguer y Carolina Yuste no buscaba semejanzas físicas, más bien intérpretes capaces de capturar el alma de los personajes. Y Sofía Coppola hace exactamente lo mismo con su pareja protagonista: una Cailee Spaeny (descubrimiento de la serie Mare of Easttown) que es toda una revelación, con una insólita capacidad de cubrir el progresivo desencanto de Priscilla Presley con el cantante durante los 15 años que duró su relación, de los 14 hasta los 29, y un Jacob Elordi con un carisma bestial que lo ha convertido en un imprescindible del nuevo Hollywood (¿lo habéis visto en Saltburn?), y que consigue que no nos importe nada si se parece o no a Elvis.

Priscilla es la historia de una toma de conciencia y de una liberación, de una inseguridad naif convertida en empoderamiento, de un hasta aquí, de un #seacabó

Sin canciones de Presley en la banda sonora (cosas de la cesión de derechos), y con la elección nada gratuita de Venus —tema popularizado por Frankie Avalon— como leitmotiv sonoro, la película cuenta con un exquisito trabajo de fotografía. Los aplausos son para Philippe Le Sourd (colaborador de la propia Coppola o de cineastas como Wong Kar-wai), responsable de apagar los colores pastel para dar la intimidad necesaria que demandaba el relato. Priscilla es, en definitiva, la historia de una toma de conciencia y de una liberación, de una inseguridad naif convertida en empoderamiento, de un hasta aquí, de un #seacabó.