Este año se cumple el 1.035º aniversario de la primera expedición devastadora de Almanzor contra los condados catalanes dependientes del poder franco. Era el año 982, y el poder califal de Córdoba, enterada de la profunda crisis de gobierno que afectaba a la cancillería franca, inició una serie de expediciones militares de castigo dirigidas contra los condados pirenaicos. El objetivo de Almanzor era destruir las defensas de la frontera meridional del reino franco y obtener cuantiosos botines de guerra en forma de secuestros y de cautivos: personajes relevantes, por los cuales se esperaba obtener un buen rescate, y jóvenes de las clases populares, que serían destinados a los mercados de esclavos de la orilla sur del Mediterráneo. Después vendría la expedición del 985 que se ensañó con la ciudad de Barcelona, capital del poder delegado franco. El silencio por respuesta de Aquisgrán sería una de las causas que provocaría la ruptura de la relación entre el poder central y el poder delegado. La independencia de facto.

Quién era Borrell y qué lo unía con el poder franco

Borrell era el conde de Barcelona, de Girona, de Osona y de Urgell, distritos políticos y militares del Imperio franco. Poco más o menos sería el equivalente, con la obligada distancia del tiempo, del "prefecto departamental" del territorio que ocupaba buena parte de lo que posteriormente se denominaría la Catalunya Vella. Pero con la particularidad de que su cargo, a diferencia del prefecto actual, no era provisto por la Administración, sino que era hereditario. Borrell era el nieto de Wifredo el Velloso —el mítico conde de la leyenda de las cuatro barras—, que consiguió, como estaba ocurriendo por toda Europa, convertir el cargo condal en hereditario. Wifredo, Suniario y Borrellabuelo, padre e hijo— quedarían ligados, de buen grado, al poder central a través de un pacto de vasallaje personal con la figura del monarca. Esta idea es muy importante, porque nos explica que en el año 1000 las relaciones entre los territorios, entre los países, estaban fundamentadas en pactos personales y familiares entre las elites.

Los condes Wifredo, Suniario y Borrell / Fuente: Wikipedia

Patrones y vasallos

Eso quiere decir que los vasallos de Wifredo, de Suniario y de Borrell —toda la retahíla de barones territoriales con sus respectivas masas de vasallos— estaban vinculados al Imperio franco a través del acuerdo personal, un pacto de patronazgo, entre el conde, el patrocinado, y el monarca, el patrocinador. Para ilustrarlo podríamos dibujar una cadena en la que el primer eslabón sería el rey, el segundo el conde, el tercero los barones, el cuarto los alcaldes y el quinto las clases populares. En la Europa feudal del año 1000 no existían ni el concepto nación ni el concepto estado. Las comunidades culturales —las naciones tribales— estaban articuladas por unas cadenas de vasallaje —de patronazgo— que se iniciaban en la base de la sociedad y culminaban en la figura de un conde. No había ciudadanos. Había vasallos vinculados a un patrón, que a cambio de esta dependencia personal les prometía seguridad.

Los Belónidas

Los Belónidas, que era el patronímico —el equivalente a un apellido— de Wifredo, de Suniario y de Borrell, se habían distinguido por su afinidad con las políticas del poder central. En los términos de la época, por su lealtad. Más concretamente, con la familia imperial, los Carolingios —también se puede interpretar como un apellido—, sucesores del mítico Carlomagno, que los Belónidas renovaban de forma entusiástica cada vez que se producía un relevo generacional en Barcelona o en la corte franca. En otras palabras, en la centuria del 900, la relación entre los condados catalanes y el poder central se fundamentó en el pacto familiar entre Carolingios, patrocinadores, y Balónidas, patrocinados. Como lo hacían todas las estirpes condales del Imperio franco. Naturalmente, este pacto no era una fiesta de pijamas. Contemplaba todos los aspectos de la administración política y militar del territorio. Pero era, básicamente, un convenio familiar más de los muchos que, en definitiva, articulaban el Imperio franco.

Los reyes Lotario, Luis y Hugo / Fuente: Wikimedia Commons

Borrell y la traición

Estas ideas son muy importantes para entender el proceso de desconexión iniciado en Barcelona. La historia ha insistido mucho en el hecho de que Borrell se sintió abandonado y traicionado por su patrón en la hora más crítica de la historia altomedieval catalana. Cuando Almanzor entró a saco en los condados catalanes, Lotario, el patrón de Borrell, faltó al principal compromiso que articulaba el pacto entre rey y conde: prestar ayuda militar. La historia explica que esta traición sería el motivo que impulsaría la desconexión. Pero, sorprendentemente, constatamos que Borrell renovó el pacto con Luis V, el sucesor de Lotario. Era el año 986 y solo habían pasado unos meses desde la masacre de Barcelona. Y en cambio, se negó a hacer lo mismo con Hugo Capeto, el sucesor de Luis V. Corría el año 988 y los reyes francos se sucedían a gran velocidad a causa de la repentina afición cortesana al veneno y los puñales. La cuestión que se plantea es: ¿por qué Borrell mantuvo el pacto con Luis y lo rompió con Hugo?

Suma y resta

Y la respuesta es porque Luis era de la familia Carolingia y, en cambio, Hugo era de la familia Capeto, una rama menor de la familia imperial. Lo que había pasado en la corte de los francos es que, después de una larga guerra civil, los Carolingios habían acabado devorados por unos parientes que no eran de fiar. Y es en este punto donde recuperamos la idea inicial. Los Belónidas se sentían, personalmente, muy vinculados a los Carolingios. Desde los tiempos del abuelo Wifredo e, incluso, anteriormente, cuando en la centuria del 700, antes de ser condes de Barcelona, lo eran de Carcasona, —por nombramiento a dedo, por supuesto. Borrell sumó y restó —los catalanes siempre hemos sentido devoción por este ejercicio de cálculo— y resolvió ir al grano. Sumó la traición de Lotario y el cambio de dinastía en la corte franca y restó los posibles efectos de quedarse, transitoriamente, sin un patrón que le prestara ayuda militar en caso de amenaza externa. Y se desconectó del poder franco.

Francia en el año 1030 / Fuente: Wikipedia France

La ambición de los Belónidas

Naturalmente, esta decisión no habría sido posible sin el apoyo consensuado que obtuvo de sus vasallos directos: los barones que gobernaban el territorio. Esta idea también es muy importante para entender por qué los condes catalanes no optaron a proclamarse reyes. Existe una corriente historiográfica que afirma, no sin razón, que los condados catalanes fueron el último territorio carolingio. Cuando menos, de reconocida lealtad a la dinastía depuesta. El zigzag político de Borrell apunta claramente en esta dirección. Los Belónidas maniobraron para devolver los Carolingios al poder. Y, vista la imposibilidad de la empresa, calibraron ocupar el trono franco en su reconocidísima calidad de vasallos más leales a la dinastía depuesta y progresivamente eliminada. Eso, que a nuestros ojos actuales puede parecer una disparate, era una práctica habitual en las esferas del poder de la Antigüedad y de la Edad Media. En la Roma antigua y en el Aquisgrán medieval.

El imperio catalán de Occitania / Fuente: Fundación de Estudios Históricos Catalanes

El fin del sueño francés

La proyección expansiva de Borrell y sus sucesores inmediatos avala esta hipótesis. En poco más de un siglo, los condados independientes —desconectados— de Tolosa, de Provenza y el mosaico del Languedoc —buena parte del actual Mediodía francés— habían pasado a gravitar en la órbita política de Barcelona. Más pactos de familia, esta vez con enlaces matrimoniales que reforzaban las alianzas. Y eso quiere decir, puramente, que los condes del Mediodía francés eran vasallos de los de Barcelona. Un cambio, también, para aquellos extensos y poblados territorios: del centro gravitacional del norte al del sur. Una influencia que se diluiría a partir de la centuria de 1200 con la recuperación del gallo francés. La derrota de Muret (1213) certificó el final de esta ambición. Y el Tratado de Corbeil (1258), el reconocimiento francés de la independencia catalana, tenía el verdadero propósito de soterrar definitivamente el legitimismo carolingio representado por los fideles comites de Barcelona.