La veía cada mañana en la piscina. Yo llegaba pronto con mis padres, me daba un par de chapuzones, intentaba practicar la voltereta hacia atrás dentro del agua, tragaba cloro sin descanso, como si fuese mi segundo desayuno y, cuando ella salía del vestuario, tan rápido como podía, pero intentando pasar inadvertido, volvía a la toalla y me refugiaba detrás de algún libro que no leía. Ella siempre se tiraba de cabeza. Casi no salpicaba agua. Salía por un costado, sin usar las escaleras. Se secaba el pelo ladeando la cabeza, haciéndose un manojo rubio que prensaba hacia arriba hasta escurrirlo del todo, después se ponía una camiseta Rip Curl y se marchaba. Entonces yo podía volver al agua, a seguir llenándome los pulmones de cloro.

Tres veces por semana había discoteca en el cámping. Era en la misma plazoleta donde por la tarde se jugaba al bingo. La discoteca no eran más que cuatro farolillos, muchos niños comiendo polos y los animadores bailando entre ellos. Los altavoces sonaban a lata de conservas, capaban los agudos y hacían rugir los graves como tubos de escape de motos trucadas. Daba igual. Boom, boom, boom, boom. I want you in my room y ella, una de las animadoras, ataviada todo el verano con su camiseta Rip Curl, como si fuese el personaje de una serie, para que así me resultase más fácil reconocerla, lanzaba el puño arriba con los suyos varias veces durante el estribillo. Todos hacían con la boca el boom, poniendo morritos. No sonaba menos de tres veces por sesión.

Tenía nueve años, ni puta idea de inglés y menos del amor. No sabía qué era boom, ni que después decía algo de estar en una habitación, ¿en una habitación y haciendo qué? Pero yo también ponía boquita de piñón cuando sonaba boom. La ponía por dentro. Por si me veían; no me podía permitir que los mayores me viesen con los ojos cerrados, en éxtasis, en el tema. Bum, bum, buuum… –me repetía– I guanyu in mai rum.

Me pasé todo el verano con esa canción en la cabeza. Al año siguiente ella debió encontrar otro curro de verano, no la volví a ver. Pero la canción seguía sonando. Al otro, igual. Y así hasta que, con catorce, y ya con mi grupo de asiduos al cámping, y mientras nuestros padres bebían en la parcela, ya empecé a hacer el boom de forma explícita. Boom, no bum. Fue mi primera canción ligera y de tilín. No la última: Summercat (Billie the Vision and the Dancers, 2004), La bicicleta (Carlos Vives y Shakira, 2016)... Todos mis amores adolescentes están patrocinados por una canción de mierda.

Todos mis amores adolescentes están patrocinados por una canción de mierda

Con el tiempo he aprendido a perdonar a las canciones del verano, a entender que son recuerdos y, por lo tanto, músicas de comunión. Se puede hacer bandera de ellas. Eso sí, a tu sobrino, no le pasas ni una: canta Despacito (Luis Fonsi), le miras con cara rara. Y te olvidas de tí mismo y tu boquita de piñón con un tema eurodance que se publicó en octubre, no triunfó hasta junio y cuya letra concluye con un sesudo “quiero un doble boom”.

Actualmente hay más de 3.000 géneros musicales clasificados en Spotify. Cada año, muchos de ellos mutan, cambian o, en el peor de los casos, mueren. Desaparecen. “A veces eliminamos géneros o los renombramos o los fusionamos”, explicaba en una entrevista el responsable de la plataforma de dicha labor. Si todos los géneros mueren, ¿por qué la canción del verano resiste? Porque no lo es: la canción del verano no es un género, no es una categoría. Por eso no espicha, ni lo hará, por eso aguanta, como las cucarachas en la extinción nuclear. Porque el hit estival es una emoción asociada al mejor momento del año capitalista: las vacaciones. Y eso es así para un niño que encara dos meses de albedrío sin escuela y también para un adulto y sus –con suerte– tres semanas de rojo gamba en Llançà.

La canción del verano no tiene que tener un ritmo concreto, ni una temática determinada. Aunque es cierto que hay una serie de patrones musicales que se han repetido a lo largo de la historia —frases cortas y pegadizas, El tiburón (Henry Méndez, 1993); homenajes costumistas a objetos domingueros, La barbacoa (Georgie Dann, 1994); o a las fiestas, como Quiero bailar toda la noche (Sonia y Selena, 2001) no es menos cierto que esa lógica se ha subvertido cada vez más en los últimos años. Este mismo curso compiten en la porra el rap marciano Quédate de Quevedo y Bizarrap, As it was (Harry Styles), la banda sonora de Stranger Things, Running Up That Hill (Kate Bush, ¡1985!) o la preferida de TikTok, Despechá (Rosalía). Y aún así, por variantes que admita el temita estival de la temporada, solo hay una cosa clara: sobrevivirá. Porque el fresquito nocturno, el pantalón corto y el primer amor de cámping son imbatibles.