Münster (Westfalia), 24 de octubre de 1648. Las potencias europeas participantes en el conflicto de los Treinta Años (1618-1648), que algunas fuentes consideran la verdadera primera guerra mundial, firmaban el fin de las hostilidades. La Paz de Westfalia no tan solo certificaba el fin del liderazgo hispánico en el contexto continental, sino que también marcaría el fin definitivo de la primacía que el mundo latino había ejercido desde el inicio de la historia. Westfalia sería la tumba de la ideología del imperio católico y el panteón del poder pontifical.

Se imponía, definitivamente, la razón de Estado que, entre otras cosas, otorgaba a cada entidad política la libertad de dictar en materia de religión. Y, si bien se cierto que Westfalia consagraría el nuevo liderazgo francés (una potencia católica), también lo es que marcaría la eclosión de las potencias atlánticas y protestantes, y consagraría el derecho a existir de los pequeños estados europeos permanentemente amenazados por la ideología imperial y la estrategia pontifical. Westfalia sería, principalmente, el triunfo de Inglaterra, de los Países Bajos y de la Confederación Helvética.

El Tratado de los Pirineos / Musée de Tessé (Le Mans)

Mientras las cancillerías de media Europa firmaban la paz en Münster, Catalunya continuaba inmersa en la Guerra de los Segadores (1640-1652), que en aquel punto del camino se había transformado en un conflicto entre la monarquía hispánica y la francesa por el control del Principat. Lo prueba el hecho de que aquella guerra acabaría en 1659, siete años después del conflicto de los Segadores y nueve años más allá de Westfalia. Y lo ratifican las humillantes condiciones que la cancillería de Luis XIV impuso a la de Felipe IV a cambio de una paz que en Madrid necesitaban como el aire que respiraban.

El desarrollo de la negociación del Tratado de los Pirineos estuvo siempre condicionado por el resultado de Paz de Westfalia. En la isla de los Faisanes, el rey hispánico Felipe IV convertiría las Constituciones de Catalunya en papel higiénico y cedería al monarca francés Luis XIV el dominio sobre los condados catalanes del Rosselló y la Cerdanya. En este caso, el uso de la preposición sobre está más justificado que nunca: en virtud de aquel tratado, los condados catalanes norpirenaico pasarían directamente al patrimonio real de los Borbones de Versalles.

Después de la Revolución y Guerra de los Segadores (1640-1652), el Principat pasó de nuevo a formar parte del edificio político hispánico. Pero la relación entre las clases dominantes catalanas durante la guerra —las élites mercantiles de Barcelona— y las oligarquías cortesanas de Madrid estaba tan contaminada por el conflicto e, incluso, por la crisis precedente que había provocado la revolución y la guerra que aquella reincorporación no sería precisamente el retorno del hijo pródigo. Las clases dirigentes catalanas aceptaron la situación masticando vidrios. Y en Madrid se manifestó con fuerza la arraigada cultura punitiva.

Aquellas cartas que el rey Luis XIV y sus ministros plenipotenciarios Richelieu y Mazzarino enviaban a la Generalitat al inicio del conflicto (1641-1644), en el que halagaban a los catalanes, su historia y sus Constituciones, habían quedado encerradas en el cajón de la historia. Doce años de guerra es tiempo suficiente para que la vida dé muchos vuelcos, y catalanes y franceses habían pasado de un idilio político (sonroja leer la correspondencia epistolar entre Sant Jaume y Versalles) a un odio mutuo visceral. Unos y otros se acabarían tratando oficialmente de traidores y miserables.

Mapa de Catalunya (1674) / Biblioteca Nacional de Francia

Con estos elementos resulta fácil entender por qué las élites mercantiles catalanas, que después de la guerra habían sido desplazadas del poder, cambiaron radicalmente de objetivo. Francia les había caído a los pies. Hay que decir que, después de la Guerra de los Segadores y de la Paz de los Pirineos, motivos no les faltaban. Y en cambio los Países Bajos se habían convertido en modelo y objeto de admiración. "Catalunya, la Holanda del Mediterráneo" es una idea que nace y crece en aquellas décadas inmediatamente posteriores (1660-1700) a la Guerra de los Segadores.

En la fabricación de aquel ideario tuvo mucha importancia la historia de los hermanos de Witt. En aquellas décadas centrales y finales de la centuria de 1600, cuando los Países Bajos pisaban con fuerza el acelerador económico, Johan y Cornelius de Witt simbolizaban el triunfo de las clases mercantiles. Hijos y nietos de comerciantes plebeyos, no tan solo habían culminado el ascenso de las clases mercantiles de la República de las Siete Provincias Unidas, sino que habían que habían arrinconado a los estatúders (los comandantes militares con vocación de convertirse en reyes que les disputaban el poder).

Mapa de los Países Bajos (1701) / Biblioteca Nacional de Francia

El economista e historiador Narcís Feliu de la Penya (1646-1712), la figura intelectual más destacada de la posguerra de los Segadores y coautor, con Martí Piles, del Fénix de Cataluña, retrató con precisión científica aquella ambición: convertir Catalunya en la Holanda del Mediterráneo. Es Feliu de la Penya quien no tan solo detalla la fuerza demográfica y económica del Principat —la recuperación, cuando menos a trompicones, de la que hablan los historiadores—, sino que señala claramente el modelo —el nuevo modelo— a seguir: la república neerlandesa.

Feliu de la Penya explica que el Principat había superado el proceso de transformación económica que lo había llevado de un paisaje medieval a un escenario moderno: diversidad de cultivos y diversidad de producción industrial. Con el añadido de que los nuevos cultivos, que, a diferencia de lo que pasaba en Castilla, ganaban terreno a los cultivos tradicionales (el trigo cedía terreno a la viña), estimulaban un sector de la industria: Reus debía la categoría de segunda plaza industrial del Principat a la destilación de alcoholes.

Según Feliu de la Penya, el tejido industrial existente —metalúrgico (fabricación de utensilios agrícolas y de armas), naval, textil y de destilación de alcohol— dibujaba claramente un esquema, una estructura económica, con un gran potencial exportador. Los mercados tradicionales italianos (Nápoles, Cerdeña, Sicilia y Malta) se habían perdido en el transcurso de la Guerra de los Segadores (1640-1652) y el comercio catalán, que había estado implantado tradicionalmente durante siglos en aquellos territorios, había sido sustituido —o, mejor dicho, suplantado— por el francés. Hacía falta, pues, buscar nuevos mercados y crear canales estables de exportación.

Vista de Barcelona (1697) / Biblioteca Nacional de Francia

Feliu de la Penya tenía un mal concepto de lo que contemporáneamente denominamos economía no productiva. En su Fénix destacaba la existencia de una gran cantidad de mano de obra potencial (Catalunya tenía casi 500.000 habitantes), pero maldecía la pervivencia de población dedicada a no producir: desde los pedigüeños hasta los religiosos, pasando por los militares y los rentistas. Probablemente, el axioma perverso, tan arraigado en la cultura social catalana, que asocia capacidad de trabajo con calidad moral nace y se desarrolla en aquel paisaje económico.

Pero aquel proceso de transformación, que maravillaba a Feliu de la Penya y que inspiraba la ambición catalana, no se había desarrollado sin tensiones. Las fuentes documentales revelan que los industriales catalanes habían desviado una parte muy importante de la producción fuera del control de los gremios. Las casas de campo, que antes de la Guerra de los Segadores dedicaban las largas jornadas de inactividad de invierno a cardar lana o tejer mantas, se habían convertido en obradores textiles rurales. Se había conseguido abaratar costes y facilitar la exportación, pero también reducir la calidad y generar paro urbano.

Feliu de la Penya no era, en este sentido, un entusiasta de la desregulación del mercado. Y muy probablemente lideraba una corriente de opinión que no era partidaria de estas prácticas. La prueba más evidente sería su propuesta de creación de una compañía de comercio que tendría que canalizar y reunir capitales particulares —otra vez el modelo neerlandés— de cara a financiar grandes empresas. Reveladoramente, su proyecto, la Compañía de la Santa Creu, tenía que estar controlada y dirigida por las instituciones de gobierno catalanas.

Mapa de las islas Británicas (1689) / Biblioteca Nacional de Francia

La Compañía de la Santa Creu no pasaría de proyecto. Pero la ideología neerlandesa no se desinflaría. Todo lo contrario, tomaría cada vez más velocidad. El año 1697 un grupo de inversores privados ponía la primera piedra del nuevo puerto de Barcelona. Y el año 1709, en plena Guerra de Sucesión hispánica, otro Feliu de la Penya que no tenía ningún parentesco con el primero, recogería una parte del testigo y crearía la Compañía Nueva de Gibraltar, la primera gran iniciativa catalana de reunión de capitales.

La ideología "Catalunya, la Holanda del Mediterráneo" no explica solo un proyecto de transformación económica y social ni tampoco únicamente una ambición, sino que también explica y justifica la posición catalana en el posterior conflicto de Sucesión hispánico (1705-1714): el Tratado de Génova (1705) firmado con Inglaterra y la declaración de resistencia a ultranza (1713) contra la alianza borbónica francohispánica no fueron tan solo, o básicamente, actos de patriotismo. Fueron, también, actos de defensa del tejido económico catalán y de una ambición de país.

Imagen principal: Firma del Tratado de Münster (1648) / National Gallery (Londres)