Madrid, 10 de agosto de 1759. Carlos de Borbón-Farnese, hijo primogénito del segundo matrimonio de Felipe V (el primer Borbón hispánico) con la aristócrata parmesana Isabel de Farnese, era proclamado rey de España. Carlos de Borbón-Farnese, que reinaría como Carlos III, ya era rey de Nápoles y de Sicilia desde que su padre había decidido convertir todos los tratados internacionales en papel higiénico. Pero las prematuras e inesperadas muertes de sus hermanastros Luis y Fernando, hijos del primer matrimonio de Felipe, lo llevarían al trono de Madrid. Antes de atravesar la puerta de Alcalá, las potencias europeas lo obligarían a renunciar al trono napolitano, pero su reinado español no pasaría desapercibido. "El mejor alcalde de Madrid", como lo llamaron sus coetáneos, llegaría con una mochila llena de proyectos ilustrados y de medidas coercitivas. Carlos III haría buena su condición de hijo de Felipe V e impondría la vuelta de tuerca, que quería ser definitiva, para liquidar la lengua y la cultura catalanas.

Grabado de Barcelona (1720). Obra de Joseph Friedrich Leopold / Wikipedia

El primer Borbón y "el justo derecho de conquista"

Cuando Carlos III puso sus nalgas en el trono de Madrid, hacía ya 44 años que su padre había culminado a sangre y fuego la conquista militar de Catalunya (1714). Lo proclamaría él mismo, en la redacción de los Decretos de Nueva Planta (1716-1717), que liquidaron el sistema político e institucional del Principat: "Por justo derecho de conquista". Este detalle ni era un simple formalismo administrativo ni respondía a la euforia desatada por la victoria sobre su principal enemigo. En realidad, anunciaba que en Catalunya la nueva ley borbónica se aplicaría rigurosamente manu militari. Durante cinco décadas (medio siglo), el Principat estaría sometido a una tributación de guerra que era la suma de la venganza y de la reparación de guerra borbónicas. Una política perversa que no desapareció ni con el Borbón (el primero) bajo tierra. Su heredero Fernando VI, que pasó a la historia por haber ordenado la captura, reclusión y genocidio del pueblo gitano, mantendría la perversa relación entre el poder central y Catalunya que había construido su padre.

De Felipe V a Carlos III y tiro porque me toca

En cambio, Carlos III varió sustancialmente el criterio de sus antecesores y, bajo una capa de lustre de pretendida ilustración, lo pervirtió hasta extremos desconocidos. Así, Felipe V, el año 1715, dictaba el erradicación de los libros de texto catalanes de las aulas y lo justificaba proclamando que "no se han de escoger medios débiles y menos eficaces, sino los más robustos y seguros, borrando de la memoria de los catalanas todo aquello que pueda conformarse con sus abolidas constituciones, usos, fueros y costumbres". Carlos III, el hijo aventajado, el año 1768 impondría una vuelta de tuerca que iba un paso más allá: promulgaba una real orden que prohibía terminantemente el uso del catalán en cualquier ámbito académico, incluso en las conversaciones cotidianas, y, reveladoramente, mandaba "en todo el Reino se actúe y se enseñe en lengua castellana". Una medida que apuntaba claramente a las élites del país, en aquella época el único grupo social que tenía acceso a la enseñanza y a la cultura.

Mapa del reino de España. Taller cartográfico Rottiers. París (1713) / Biblioteca Nacional de Francia

El fracaso borbónico

El propósito de Carlos III era rescatar y completar la obra de su padre: castellanizar a las élites catalanas. Lo cual revela que, transcurrido medio siglo, el objetivo inicial borbónico se había saldado con un monumental fracaso. Mientras que durante el mismo periodo las oligarquías valenciana, vasca, asturiana y gallega se habían castellanizado totalmente (la aragonesa ya lo había hecho dos siglos antes), en Catalunya, a pesar de la durísima represión de la posguerra, la lluvia de plomo borbónica no había alcanzado su objetivo. Pierre Vilar, el gran historiador de la Catalunya del XVIII, explica que aquellas élites catalanas, en parte decepcionadas por el resultado de la guerra y en parte marginadas por la nueva administración filipista, no pasarían nunca a gravitar en la órbita ideológica borbónica. José Cadalso, militar y auditor borbónico, los retrataría diciendo que "... sus genios son poco tratables, únicamente dedicados a su ganancia e interés, y así, los llaman los holandeses de España".

¿Cómo era la Catalunya de Carlos III?

El país había duplicado la población, algo que en aquellas circunstancias tenía mucho mérito, y rayaba el millón de habitantes. Según los viajeros de la época, entusiastas aduladores del régimen borbónico, era el territorio más productivo de los dominios hispánicos. El mencionado Cadalso proclamaba "si yo fuera señor de toda España, haría a los catalanes mis mayordomos por un par de provincias semejantes pudiera el rey trocar sus dos Américas". O el escritor Francisco Mariano Nipho, que veía Catalunya como "una pequeña Inglaterra" y añadía: "Esto nadie lo duda, pero todos se niegan en su imitación". O el también escritor Antonio Ponz, que advertía que "es Barcelona la ciudad de España que mas desmiente las imputaciones de extranjeros empeñados en divulgar nuestra desdicha, abandono, pereza y falta de industria". O el intelectual y estadista Gaspar Melchor de Jovellanos, que en la redacción de su ley agraria diría que "había que seguir el ejemplo de Cataluña, cuya agricultura e industria han ido siempre a más, mientras en Castilla siempre a menos".

Grabado de Lleida (1783). Obra de Antonio Palomino / Institut d'Estudis Ilerdencs

La macabra ambición de Carlos III

Con este paisaje —el español y el catalán— que dibujaban los mismos entusiastas del régimen, se entiende que Carlos III y su cancillería fijaran la mirada en aquellos extraños catalanes que, después de una década de guerra devastadora (1705-1714) y de medio siglo largo de espolio económico (1714-1768), habían sido capaces de convertir el Principat en la "provincia" puntera de España. Y en este punto es donde Carlos III construye el imaginario de una Catalunya rendida y redimida, totalmente españolizada, es decir, castellanizada, convertida en la punta de lanza de una España moderna, ilustrada, pletórica, absolutista y unitaria, personificada en su despótica figura. Había que españolizar a aquellos "genios poco tratables", conseguir que abrazaran con convencimiento la nueva ideología borbónica y que pusieran todas sus capacidades al servicio del proyecto real. Y que, entusiastas convencidos del régimen, proyectaran la lluvia de plomo borbónica sobre las clases populares.

El error de Carlos III, el segundo fracaso borbónico

Con lo que no contaba a Carlos III es con que aquellos "genios poco tratables" tenían memoria. Ya lo había advertido José Rodrigo y Villalpando, fiscal del Consejo de Castilla, en 1716, cuando en plena redacción de la Nueva Planta había proclamado "cada nación parece que señaló la naturaleza su idioma particular y más cuando el genio de la nación, como el de los catalanes, es tenaz, altivo y amante de las cosas de su país". No era tanto el recuerdo de un pasado de plenitud, no muy lejano en el tiempo, como el portazo que les había propinado nada más poner sus nalgas en el trono de Madrid. En 1760 se había permitido despachar a los prohombres catalanes que le habían presentado un memorial de agravios que, con cautelosa y catalana prudencia, reivindicaba una tímida recuperación del sistema foral. "Aboliendo de golpe todas las leyes civiles y económicas de los Reynos de la corona de Aragón, introdujeron todas las de Castilla, pero luego se conoció que son imponderables los males que en su ejecución han padecido aquellos Reynos.

Imagen principal: Retrato de Carlos III, con el bastón de mando. Obra de Andrés de la Calleja (1777) / Museo de Bellas Artes de San Fernando. Madrid