Hoy termina la Selectividad. El último de tres días que, cuando los vives, parecen decidir la felicidad que vendrá y un futuro prácticamente irreversible. Después, por suerte, todo se relativiza. Entre hacerla y conocer la nota —y, por lo tanto, saber a qué carreras puedes acceder— hay doce días, doce justos. Doce días en pausa, en el purgatorio, esperando, quizás más feliz que nunca porque lo único que puedes hacer es no hacer nada. Algunos aprovechan para irse de viaje organizado a Mallorca, de fiesta-playa, playa-fiesta, quizás un poco para olvidar la agonía de la espera, un poco para cerrar ese curso tan terrorífico que, con los años, por suerte, también quedará relativizado. Una vez tienen la nota, se activa una especie de rueda: la de la vida adulta. Se abre un nuevo paradigma, que ven liso y deseable como la superficie tranquila de una piscina. Los envidio siempre, cada año, por ese momento.
Estirando la autoparodia
No sé si alguna vez sabré (quizás por eso escribo este artículo) qué les lleva a grabarse en el momento en que conocen las notas, no sin antes especular sobre las sensaciones del examen. El amigo o el hermano que pregunta: “¿Filosofía?” “Ese me fue bien, un 8.” “No, un 5,5.” Y así con cada asignatura. En los vídeos más elaborados, en una esquina de la pantalla aparece la nota de corte estimada que necesitan para entrar en la carrera deseada. Un cortometraje de dos minutos y medio narrativamente perfecto: la anagnórisis del fracaso en directo, el derrumbe de los sueños y, por qué no decirlo, la confirmación de una autoimagen elevada. Ya se han hecho virales los vídeos de alumnos españoles conociendo las notas de la EBAU. Supe que existían estos documentos audiovisuales hace justo un año, cuando ya circulaban como la pólvora. Cuanto mayor es la diferencia entre la nota esperada y la nota obtenida, más tragicómica es la escena. En primer plano, claro, la reacción del o la protagonista. Pero en segundo plano, alimentando la comedia coreográficamente, los amigos o amigas que ríen ante el desajuste de notas y la afirmación reiterada del sujeto principal de que eso es un “robo”, y la súplica de que, por favor, no se rían (otro día hablaremos de cómo han aumentado las solicitudes de revisión de notas en los últimos años).
Un cortometraje de dos minutos y medio narrativamente perfecto: la anagnórisis del fracaso en directo, el hundimiento de los sueños y, por qué no decirlo, la confirmación de una autoimagen elevada
Hace días que pienso que me interesa analizar esta tendencia. Sabemos que no sabemos qué hace que algo se vuelva viral. Lo que sí sabemos es que el origen de los vídeos que os comento está en EE.UU. Allí el sistema universitario funciona de forma diferente y cada estudiante recibe una carta o un mail personal en el que se le admite o no. Fueron justamente los jóvenes norteamericanos quienes empezaron a grabarse leyendo en directo esas cartas. La diferencia, quizás muy en sintonía con la idea cultural del sueño americano, es que la gran mayoría de los vídeos mostraban la reacción positiva ante una admisión. Familias para quienes suponía la primera generación universitaria, o estudiantes que entraban en la famosa Ivy League, las ocho universidades privadas más prestigiosas (entre ellas Columbia, Yale o Harvard), la mayoría fundadas antes de la Declaración de Independencia. Todo me sorprende y me despierta curiosidad. No tanto la exposición absoluta de la intimidad (eso ya no me sorprende), sino el hecho de que esté en el extremo opuesto al momento en que yo y los de mi época conocimos nuestras calificaciones en la más estricta intimidad. Y, una vez digeridas y asumidas —para bien o para mal—, ya te lo contaría. Ellos no, ellos preparan esta exposición: un móvil bien encuadrado que grabe, y el suyo en manos del amigo que será el primero en saber la verdad. Para mí, la gran contradicción es que son los mismos jóvenes que viven esclavizados por los filtros de Instagram, que envidian el rostro perfecto, que hacen mil fotos antes de subir la que menos se parece a ellos mismos. Los que construyen en las redes un relato de éxito, de restaurantes, fiestas y viajes, son quizás los mismos que exageran en tono de autoparodia haber sacado un 2 en mates, cuando contaban con que quizá llegaban al 6. Todo para decir que sacar buenas notas no vende en este mundo de “likes” y comparticiones. No despierta admiración, ni empatía y, por supuesto, no hace reír. Los excelentes no te hacen guay, y eso ya les pasaba a los empollones de nuestras épocas. Viven la tensión entre “tengo que esforzarme” pero también “tiene que parecer que tengo éxito sin esforzarme mucho”. ¿Por qué han de estudiar años si pueden hacer un vídeo que se viralice y, de repente, empezar a ganar dinero? Les deslumbra la fama y la idea de conseguirla rápidamente. Valores y pesos. Qué enseño y qué quiero conseguir enseñando lo que enseño. ¿Buscar validación social, empatía? ¿Un momento para hacer reír? Quizás sí. Ahora, a los alumnos catalanes, aún les quedan doce días de purgatorio.