Hace un par de años, en la cara de quien escribe aparecieron unas manchas. Se oscurecen en verano, se aclaran en invierno, pero siempre están ahí. Siempre se ven. Se llaman “melasma” y son una condición de la piel vinculada a procesos hormonales bastante común entre mujeres. Durante estos dos años he pasado por todas las etapas posibles: desde intentar tapármelas con montones de maquillaje caro hasta fingir que no me importaban, autoengañándome como si no me afectara tanto porque no debería afectarme tanto. He ido a dermatólogos, he pagado cremas, y estuve dispuesta a borrármelas con láser, pero como el dermatólogo me dijo que no era muy buena idea, finalmente me resigné. Todavía tengo las manchas y este verano es imposible ignorarlas.
¿Qué dicen de mí como mujer? ¿Cuánta gente me parece que me mira, cuando soy yo sola observando mi propio reflejo?
Cuando me miro al espejo, de mis ojos, a las manchas, a mi reflejo, y haciendo el mismo recorrido de vuelta, por mi cabeza pasan muchas cosas. Muchas preguntas, sobre todo. ¿Debería maquillarme para ocultarlas? No me gusta el maquillaje en exceso. Pero, ¿por qué no me gusta? ¿Y si me maquillo como si las manchas no estuvieran? Demasiadas cosas en el rostro, quizá. ¿Mi abuela se habría gastado dinero en un maquillaje mejor que el mío para disimularlas? No lo sé. Mi madre se las habría quitado. ¿Por qué me incomoda tanto que estén ahí? ¿Por qué siento que la existencia de las manchas explica algo más que el estado de mi piel? ¿Parezco sucia? ¿Descuidada? ¿Fea? ¿Qué dicen de mí como mujer? ¿Cuánta gente me parece que me mira, cuando soy yo sola observando mi propio reflejo?
Las manchas son la 'imperfección' que he escogido para centralizar y ejemplificar hasta qué punto la autoconciencia estética de las mujeres puede convertirse en un remolino absorbente del que cuesta mucho escapa
Esta batería de pensamientos no es inocente. Y no son las manchas: las manchas son la “imperfección” que he escogido para centralizar y ejemplificar hasta qué punto la autoconciencia estética de las mujeres puede convertirse en un remolino absorbente del que cuesta mucho escapar. Y hasta qué punto es un remolino condicionado por la industria del maquillaje, por internet, por la idea de belleza heredada de nuestras abuelas, de nuestras madres, de nuestra nacionalidad. De todo esto habla Ofèlia Carbonell en Les catalanes no es pinten (Pòrtic, 2025), un libro de ideas ordenadas –se agradece– que procura tocar todos los palos mezclando feminismo con experiencia personal, belleza con redes y globalización. Carbonell recoge lecturas, reflexiones y conversaciones que en algún momento acaban entroncando con la experiencia personal de quien lee. A veces lo hace con una crudeza y severidad –quizá es distancia ideológica con quien escribe– que no habrán experimentado todas sus lectoras, pero siempre termina poniendo su análisis al servicio de la experiencia compartida. Al hacerlo, contribuye a destapar toda la batería de pensamientos que nos asedian cuando estamos frente al espejo –o frente al objetivo de la cámara– y que, sin reflexión previa, asumimos como naturales.

Liberación en la comprensión del dolor
El libro es valioso por muchas cosas –por la calidad de la escritura de Carbonell, por la diversidad y profundidad de cada análisis previo del que se sirve para justificar lo que quiere decir–, pero me parece que es valioso sobre todo porque es un libro autocentrado. Porque uno de los factores que contribuyen a que la estética –y todo lo que conlleva– pase al rincón inconsciente del cerebro de las mujeres catalanas es que, a menudo, aunque no somos ajenas a los cánones de belleza, ni a la industria que los acompaña, ni a toda esa herencia que hemos recibido como mujeres, a veces parece que todo ello no habla de nosotras. Que como se habla poco en catalán y desde la catalanidad, tenemos menos herramientas a la hora de entendernos en un mundo que va muy deprisa, que nos empuja a perseguir unos ideales de belleza cambiantes y fugaces que nos condenan a la insatisfacción, a una sensación sutil de fracaso, a la imitación e incluso a la folclorización de nuestro propio mundo estético.
Les catalanes no es pinten es fresco porque Ofèlia Carbonell tiene una escritura clara y nada enrevesada, porque sabe qué quiere decir, desde dónde abordarlo y de qué manera
Les catalanes no es pinten es fresco porque Ofèlia Carbonell tiene una escritura clara y nada enrevesada, porque sabe qué quiere decir, desde dónde abordarlo y de qué manera, y porque todo lo que haga el esfuerzo de mirar la catalanidad desde un ángulo nuevo o renovado –el de la idea de belleza y de feminidad–, o porque haga el esfuerzo de mirar aquellas ideas que mueven el mundo –entre otras, la belleza y la feminidad– de una manera catalana. Leyendo Les catalanes no es pinten una tiene la sensación de que el libro engrosa el imaginario colectivo. O que, leyéndolo, el lector obtiene un acceso más amplio a ese imaginario colectivo. Quizá este debería haber sido el primer libro de Ofèlia Carbonell. O quizá Ofèlia Carbonell necesitaba escribir Fusta i resina (Columna) para poder escribir este libro. Aunque es cierto que barre decididamente hacia la izquierda, sobre todo en términos de retórica, y que la mayoría partimos de una experiencia de internet mucho más banal, el fondo es sólido y el enfoque lo suficientemente bien trabado como para que, incluso poniéndole distancia ideológica o experiencial, muchas de las ideas se valgan por su propio peso. Con Les catalanes no es pinten no te liberas del “dolor” –así se refiere Carbonell– que conlleva la relación con la belleza y con las cosas bonitas y feas. Pero el hecho es que hay liberación en la comprensión de ese “dolor”. Ha habido una cierta liberación, después de leer el libro, al mirarme las manchas en el espejo, pensar todo lo que pienso de ellas y entender un poco más por qué es así.