Mientras abre la enorme puerta de su casa, con una camisa verde oliva y los labios color carmín a conjunto con las uñas, Pilar Aymerich contesta una llamada telefónica y nos invita a pasar con un breve movimiento de cabeza. Es la segunda o tercera entrevista del día, dice, y después tiene alguna más para promocionar La Barcelona de Pilar Aymerich (Comanegra), un libro de gran formato que combina su memoria con 250 de las miles de fotos que ha disparado a lo largo de su vida. Su vasto estudio tiene tanto de ella que su sombra ya se ha mimetizado con las paredes, estampada entre la gabardina de piel marrón vintage del maniquí y los focos de la estancia. Mientras los compañeros gráficos montan el set y se preparan para retratar a la retratadora, Pilar lo observa todo con destreza y calma, sin gastar muchas palabras, pero captándolo todo con su avispada retina. Por sus ojos felinos han pasado tantas cosas que la profundidad de la historia se intuye en los párpados, en la mirada y en la forma de enfocar. Ella es la fotógrafa de la Transición y de las mujeres, de la cultura catalana y del teatro comprometido, y por tanta rebelión se la premió con el Premio Nacional de Fotografía en el 2021, porque las mujeres nos hemos tenido que aferrar demasiado al mejor tarde que nunca.

Pilar Aymerich cumple 80 años este diciembre pero mantiene una envidiable actitud jovial y de autocuidado, se la ve meticulosa, siempre alerta para saltar a jugar o disfrutar de un buen placer. "¿Quieres que me apoye?", le dice a Irene, la fotógrafa y su homónimo, señalando el trípode. La inquietud del oficio le es indomable, y aunque probablemente calla más de lo que suelta, se deja fotografiar como una madame orgullosa a quien también le gusta ser mirada. ¿Recordará ante el objetivo que al principio nadie veía su trabajo? ¿Tendrá presente los días que fue pionera en un mundo de hombres machistas? ¿Se sentirá como Mercè Rodoreda, Montserrat Roig o Maria Aurèlia Capmany siendo fotografiadas por su cámara? Antes de empezar nos ofrece un té, agua o lo que queramos, y ante la negativa, se sienta en la silla preparada para una presunta batalla final que ella intuye todavía muy lejana.

Entrevista Pilar Aymerich, fotógrafa / Foto: Carlos Baglietto
Foto: Irene Vilà

¿Dónde estamos ahora mismo?
Estamos en el centro de Barcelona, entre Diagonal y Paseo de Gracia. En este momento estamos en el estudio, que es donde trabajo; después tengo el laboratorio que es donde revelo, porque las ampliaciones fotográficas siempre me las hago yo. Este es mi recinto de trabajo y donde paso la mayoría de mi tiempo. Y cuando atravieso el pasillo, llego a casa.

Es una metáfora de lo que siempre has dicho, que eres fotógrafa las 24 horas del día.
Es que yo lo prefiero, hace que sea todo mucho más cómodo. En fotografía, sobre todo en retrato, tienes que hacer olvidar a las personas que se fotografían que la fotografía es una agresión, que tú te estás llevando alguna cosa de aquella persona. La gente muchas veces empieza una sesión de fotografía incómodo y tienes que intentar que no tenga miedo. O a veces alguien llega con un jersey florecido horroroso y, entonces, voy al armario y le ofrezco una blusa. Una vez estábamos haciendo una sesión a las doce de la noche, nos retrasamos y nos hicimos unos espaguetis. Es aquello de contemplar tu profesión como una manera de vivir.

Te fuiste a Londres para después asentarte en Barcelona en el 68 y empezar a trabajar. ¿Recuerdas cuántas mujeres había la primera vez que pisaste una redacción?
Uy, poquísimas. En aquel momento era una excepción, había muy pocas mujeres que hicieran prensa o fotoperiodismo. Yo también era una excepción, porque en las manifestaciones muchas veces estaba yo sola.

¿Cómo recuerdas ser esa excepción dentro de un mundo masculinizado y machista?
Bien, ser la excepción siempre va bien. Tenías que ir un poco con cuidado, pero por el hecho de ser mujer nadie contemplaba que tú estuvieras en una manifestación. Prácticamente todos los compañeros habían sido agredidos o violentados, o los habían llevado a comisaría. A mí no, porque no se contemplaba que hubiera una mujer haciendo fotos de manifestaciones. Y según el tipo de manifestación, yo ya me vestía de una manera determinada y era una chica que pasaba por allí. Me ahorraba muchos problemas en este sentido. Incluso muchas veces podía hacer fotografías en lugares a los que un hombre no hubiera podido entrar o no las hubiera hecho igual de cómodo.

Todos los compañeros habían sido agredidos o violentados; yo no, porque no se contemplaba que hubiera una mujer haciendo fotos de manifestaciones

Aprovechaste la desigualdad como arma.
Exacto. Aproveché el ser mujer, que era una individualidad diferente de todo lo que había, para hacer mi trabajo.

¿Aparte de ser pocas, había menosprecio?
Era muy suave, muy sibilino, y no te dabas cuenta de ello, pero había una cierta invisibilidad. Yo siempre decía que como mujer podía funcionar igual. Y a medida que pasa el tiempo y vas recordando, ves que no, que había muchas veces cuando se hacía una exposición o se hablaba de fotógrafos que las mujeres no se citaban. No había una agresión, porque los compañeros eran gente culta, más o menos de izquierdas y civilizada, pero sí que había una invisibilidad escondida.

Eso que comentas sigue pasando por mucho que las cabeceras se pinten de lila el 8M. ¿Te imaginabas que el cambio iría tan lento?
A todas siempre nos pareció que el cambio sería rápido. Yo estaba dentro de la organización feminista en las Jornades Catalanes de la Dona y nos pensábamos que seríamos 300 mujeres; en tres días pasaron 4.000. En aquel momento ya se estaba gestando; en las asociaciones de vecinos se estaban formando grupos específicamente de mujeres, se había creado el Partido Feminista, había muchos tipos de organizaciones de mujeres que hasta aquel momento no existían en absoluto. Catalunya fue uno de los sitios donde hubo más manifestaciones y encierros feministas, y pensábamos que era una pequeña revolución al lado de todas las reivindicaciones después de la muerte de Franco. En los años ochenta y pico o noventa, muchas veces me pedían fotos de la Transición, y cuando les decía que también estaba la transición de las mujeres no caían. No caían en qué había habido todo un movimiento de mujeres que se había movido y que había influido en cambiar los derechos. Ahora hay divorcio, la ley de adulterio ya no se penaliza, está el aborto, pero todo eso no existía antes. En cuestión de leyes, hemos ido evolucionando: ahora hay divorcio, el aborto y el adulterio ya no se penaliza. Lo que no ha evolucionado es la sociedad. No puede ser que en 2023 haya tantas mujeres asesinadas. Es que no puede ser.

Venimos del 25N y hay muchos paralelismos entre tus fotografías del 76 y las actuales.
Es que estamos pidiendo las mismas cosas. Y es eso lo que parece inverosímil.


Tú sigues en activo, eres mujer y ahora harás 80 años. ¿Te han discriminado por ser mayor?
Cuando iba a las manifestaciones de joven me disfrazaba de señora, ahora no me tengo que disfrazar porque ya lo soy. [risas] Da mucha rabia que por el hecho de que digan que eres mayor te traten de una manera diferente. Te tratan como a una viejecita, y entonces dices: oiga, yo voy al teatro, voy al cine, corro, canto o me enamoro igual que cuando tenía 20, 30 o 40 años. Esta cosa de la frontera de la edad me da mucha rabia. Sí, soy grande porque hace tiempo que vivo, pero nada más.

Vaya, que sí que lo has notado.
Sí, claro, sí que se nota. Y ahora todavía, porque ahora en las revistas están saliendo mujeres de 70 años que hacen de modelos y hay actrices sensacionales que tienen 70 y 80 años, y eso antes no pasaba. Antes la mujer, a los 50 años, ya era una mujer mayor.

El periodismo y el fotoperiodismo están ligados a la dictadura de la inmediatez. ¿Se ha perdido naturalidad?
Yo creo que depende de la persona que hace la fotografía. Hay muchos estilos de fotografiar y escribir, no somos un bloque. Cuando yo hacía una manifestación, me integraba dentro para ver la acción; en toda acción hay un comienzo, un punto culminante y un final. Y a mí lo que se me interesaba era estar en el punto culminante para explicar una historia con imágenes y que la gente entendiera. Y para eso se tiene que tener paciencia. Tienes que esperar el momento determinado y no tienes que ametrallar. Cuando salieron las cámaras con 30 fotos, que apretabas y salían todas de golpe, se pusieron de moda y yo de motor no he tenido nunca. Tú haces 30 fotos, pero hay una decena de segundo que es la buena, y eso la máquina no lo sabe. Y quizás tienes 30 fotos y no vale ninguna. Tiene que venir de aquí [se toca el pecho] que sepas que aquel momento es el momento que a ti te interesa fotografiar.

Cuando ametrallas haces 30 fotos, pero hay una decena de segundo que es la buena, y eso la máquina no lo sabe

Pero está la presión para conseguir cazar aquella foto.
Porque hay esta necesidad de inmediatez que es absurda. Si yo pierdo hacer una foto, me da igual, porque si es una foto mala prefiero no hacerla. Claro, eso lo puedes poner entre comillas, porque si estás en un diario tienes que llevar una foto sea como sea. Quizás por eso no he estado nunca fija en un diario y siempre he sido freelance, porque me he sentido muy responsable de mis imágenes, y si estoy en un lugar y no me interesa lo que hay delante, no hago la foto. Ser freelance tiene muchos condicionantes, como que no sepas si tendrás trabajo o si podrás vivir de la fotografía, pero hay unas ventajas, como poder decir que no. O estarte una hora o dos en una manifestación porque sabes que siempre pasará alguna cosa. Eso es un privilegio.

Entrevista Pilar Aymerich, fotógrafa / Foto: Carlos Baglietto
Foto: Irene Vilà

Las guerras en Ucrania o Gaza han vuelto a abrir el melón sobre la ética de mostrar imágenes, el contexto y el sensacionalismo. ¿Tú qué piensas?
Es muy delicado. Yo creo que depende de la ética personal de la fotógrafa o el fotógrafo, y también del diario. Creo que se puede enseñar todo si se enseña la intención con la que lo haces, que se note que, como profesional, tú tienes la obligación de enseñar lo que está pasando. Por ejemplo, en la guerra de Irak hubo un momento que por televisión veías los bombardeos en forma de lucecita que pasaba a ambos lados. Sabías que era una guerra pero todo era limpio, no veías a nadie. Llegó la foto —creo que de Paco Elvira— de un niño que habían repatriado, sin brazos y bajando del avión. Hubo muchas personas profesionales del periodismo que dijeron que no se hubiera tenido que enseñar. Pero a partir de que la gente vio a aquel niño sin brazos, las manifestaciones contra la guerra de Irak empezaron a ser mucho más importantes. O sea, la gente tiene el derecho a saber qué está pasando. Igual que las fotografías que hizo una palestina en Gaza, fotos que alguien podría decir que no se tendrían que enseñar. Y sí, porque estaban hechas desde su propio dolor, enseñaba la crueldad de la guerra y notabas que no era sensacionalismo. Creo que este tipo de política, de cosa pulida y de no enseñar nunca qué esta pasante es una barbaridad que nos ha enseñado el poder para no darnos cuenta de qué es una guerra.

¿La cosa cambia cuando quien lo cubre es un occidental que gasta sus vacaciones en viajar a territorios en conflicto?
Tú puedes ir ahora a Palestina y, si te dejan entrar, te puedes solidarizar con aquel dolor. Es la manera de hacer las fotografías, acercarte a la gente y enseñarlo. Si tú quieres informar, todo se puede hacer, pero hay una ética profesional que dice 'hasta aquí'. Por ejemplo, cuando fueron los atentados de Atocha en Madrid, al primer momento salieron dos o tres fotos de trozos de piernas. Eso no hacía falta. O sea, en una catástrofe de estas dimensiones ya sabes que habrá muertos. En una guerra quizás no puedes enseñar cuerpos troceados, pero sí como el ser humano sufre y desaparece por una confrontación con la que quizás no tiene nada que ver. Un profesional tanto de fotografía como de periodismo tiene que tener una ética muy fuerte y tiene que ser una persona culta para saber lo que está pasando. Parece que los fotógrafos sean solo personas que saben de técnica y hacen una foto bonita cuando la ven. Y no es eso. Tienes que tener la cultura suficiente para saber lo que estás haciendo y desde qué ángulo lo haces, qué estás dando y que estás enseñando.

Parece que los fotógrafos sean solo personas que saben de técnica y hacen una foto bonita cuando la ven, y no es eso; tienes que tener la cultura suficiente para saber qué estás haciendo

¿Las fotografías que muestran catástrofes o tragedias están mejor valoradas por el sector?
Más que por el sector, por los premios de fotografía. Quizás sí que ahora empieza a apreciarse más la fotografía por sí misma. A una fotografía de naturaleza antes no se le daba importancia y no entraba dentro de estos premios, y la fotografía parecía que solo fuera para retratar accidentes. Y no es eso. Sirve para la belleza, para la gente, para aquello que nos estamos perdiendo.

Y otro factor. ¿El fotoperiodismo ha perdido sentido con las redes sociales y ahora que todo el mundo tiene un dispositivo para fijar la realidad?
Las redes van bien porque la información llega en el mismo momento, te das cuenta de muchas cosas más, pero también tiene un problema y es que no se contrasta nada. Todo puede ser verdad o mentira, dices la burrada más grande y da igual. Hay mucha intoxicación en las redes y eso está haciendo mucho de daño. Y el fotoperiodismo gana en información, pero pierde en intensidad.

Tú hiciste tándem con Montserrat Roig.
Nos conocimos en la Escuela Dramática de Adrià Gual, en el año 62. Ella entró con 16 años y yo con 17, y éramos las niñas. Allí también conocimos a Maria Aurèlia Campmany, que fumaba puros y era de aquellas mujeres que no estabas acostumbrada a ver en aquella época. Cuándo volví de Londres y estaba empezado a hacer fotos, llamé a Montserrat y me explicó que empezaba a escribir. Y formamos equipo. Lo primero que hicimos fue en Serra d'Or, que había un llamamiento para escritores jóvenes y para hacer reportajes; nos presentamos y quedamos finalistas. Y a partir de aquí seguimos trabajando juntas en varios lugares y estuvimos siempre juntas hasta que se murió en 1991.

¿Cómo vivía ella ser una entre muchos hombres?
Montserrat era muy valiente porque, sobre todo en el mundo de la prensa y en los diarios, las mujeres no decían que eran feministas, porque al decirlo era como si tu trabajo peligrara. Y Montserrat siempre lo había dicho: yo soy feminista. Y había escrito como feminista. Y se necesitaba ser valiente para hacerlo. Supongo que ahora también vería que vamos muy poco a poco.


Has retratado a Mercè Rodoreda, Joan Oliver o Caterina Albert... ¿Recuerdas cuál fue el primero?
El primero primero, no. Es una buena pregunta porque no lo recuerdo, tendría que mirar el archivo. Supongo que debió ser de esta primera época que trabajamos con Montserrat, alguna de las fotos de los intelectuales catalanes. La gente no los conocía porque no habían salido en la prensa. Desde Mercè Rodoreda, que la primera foto que tengo de ella es del 72, hasta Joan Brossa, que debe ser del 73.

¿Qué tiene que tener un buen retrato?
Lo que es el más difícil es captar lo que es la persona y no engañar. A veces puede ser un muy buen retrato, pero ves que no tiene nada que ver con la persona. No tienes que traicionar al personaje y yo creo que eso es fundamental. También cuido mucho la escenografía, que también lo defina, o el estado de ánimo; se tiene que captar el personaje, en realidad.

¿Y cómo sabes que cuando pongas a la persona delante de la cámara acabarás captándola bien?
Hay una actitud de empatía, que aquella persona sepa que no le puedes hacer daño y que no vas a sacar nada malo de ella. También el ambiente. Por eso en el estudio no hay solo buena luz, sino cosas personales mías para que la persona sepa que está en un ambiente relajado y no se ponga nerviosa. Muchas veces nos vamos a la cocina a hacer un té, charlamos, y entonces, venimos para acá o le pregunto alguna cosa en lo referente a su profesión, y antes ya he pensado si es un retrato de estudio o si nos vamos a algún sitio determinado. Te preparas la sesión. A veces te piden una foto y no tienes más remedio que pensártelo, hacerla y ya está. Pero normalmente me lo preparo de cara al personaje.

Montserrat [Roig] era muy valiente; en el mundo de la prensa las mujeres no decían que eran feministas y ella siempre había escrito como tal

Siempre citas la foto de los deportados nazis cuando te preguntan por una foto especial para ti. Me gustaría que me dijeras alguna otra.
La de Lola Anglada. Es una que ella atraviesa una sala muy bonita que tenía en Canet, debía tener 90 años. Le dije que atravesara la sala muy poco a poco y se paró en medio de la habitación. Ella era dibujante y escritora, y durante la guerra había hecho muchos carteles para la República. Después de la guerra sobrevivió pintando postales para la Abadía de Montserrat. Era la imagen de la mujer vencida.

¿Has llorado haciendo alguna foto?
Sí, yo soy mucho llorica. Lloro mucho. Pero lloras cuando llegas, la cámara es como un muro y con ella delante te aguantas. Es cuando te sacas la cámara de los ojos cuando te desinflas. Me ha pasado muchas veces de entrar en el laboratorio, dejar la cámara y echarme a llorar. Pero en el momento del trabajo sabes que tienes que estar serena para saber qué está pasando, y no manifiestas tus sentimientos. Piensa que cuando estás haciendo fotos también estás en tensión. A mí me gusta reflexionar con las fotografías. Hay otros fotógrafos que hacen maravillosamente la foto espontánea, pero yo prefiero reflexionar. Tienes que ser consciente de que estás haciendo fotos y eso te hace mantenerte serena.

Si no te hubieran premiado tanto, ¿crees que tu trabajo se valoraría igual?
No lo sé. Como lo he hecho porque me gustaba y porque lo escogí, no me he preocupado nunca. Nunca he ido a buscar que me dieran nada, ni ser famosa. No me importa. Yo estoy satisfecha con mi vida, he podido hacer lo que quería hacer y ya está.

¿Cuál te gustaría que fuera tu última foto?
No tengo ni idea. Bueno, una de mis gatos. [risas]

Entrevista Pilar Aymerich, fotógrafa / Foto: Carlos Baglietto
Foto: Irene Vilà