Esta semana ciertos medios de prensa alineados con el nacionalismo español más rancio y cañí han publicado una pintoresca propuesta de división del territorio de Catalunya en dos partes: la catalana y la española. Tabàrnia y Catalunya. La culminación de la dicotomía "buenos versus malos", o si es quiere "cristianos y judíos" o aquello tanto castellano de "godos y fenicios". Detrás de esta ridícula propuesta existe, sin embargo, una oculta y larvada voluntad de dividir a los catalanes que no es producto del pensamiento de José Maria Aznar, el expresidente del Gobierno, sino que tiene una larga tradición que hunde sus raíces en los inicios de la relación Catalunya-España: centuria de 1600. El conde-duque de Olivares, a mediados del siglo XVII, el primer Borbón hispánico, al principio del siglo XVIII, los primeros gobiernos liberales españoles, a mediados del siglo XIX, y los regímenes dictatoriales de Primo de Rivera y de Franco, durante buena parte del siglo XX, proyectaron mutilar el territorio y la sociedad catalanes.

1659: La amputación de los territorios ultrapirenaicos

Corría el año 1659 y la diplomacia de Madrid llamaba a la puerta de la cancillería de París para pedir el armisticio de una larga guerra (1635-1659), con la revolución independentista catalana de los Segadores por enmedio, que se había saldado con una estrepitosa derrota hispánica. El conde-duque de Olivares, el inspirador intelectual del conflicto, había sido destituido de sus cargos hacía años y desterrado de la corte. Pero la ideología de Olivares, que había impulsado la guerra, seguía marcando la agenda política hispánica. Méndez de Haro y Coloma, los representantes hispánicos, se presentaron a las negociaciones con claras instrucciones de aceptar concesiones territoriales. Que es lo que solía pasar cuando a una de las dos partes se le habían agotado los recursos. Y es en este punto donde empieza el falso mito que intenta explicar la transferencia de los condados del Rosselló y de la Cerdanya, la amputación de los territorios ultrapirenaicos catalanes, a la soberanía francesa.

La historiografía oficial española ha repetido hasta la extenuación que Francia buscaba trazar sus fronteras sobre límites naturales. En este punto es importante insistir en que los Pirineos, en el transcurso de la historia, no han sido nunca una barrera natural. Más bien lo contrario. Pero lo que la historiografía oficial española no explica, mientras la francesa sí lo hace, es que Mazzarino, el ministro plenipotenciario de Luis XIV de Francia, no quería saber nada del Rosselló y de la Cerdanya. De hecho, en París, después de la guerra de los Segadores (1640-1652), no querían ver a los catalanes ni en pintura. I Mazzarino tenía un interés especial en incorporar a Francia los Países Bajos hispánicos, la Flandes francófona. Pero la ideología punitiva que imperaba en Madrid, que exigía un castigo ejemplar a los catalanes por su revolución independentista y por su posicionamiento francófilo en el conflicto, se impondría, y Mazzarino se tragaría el Rosselló y la Cerdanya a regañadientes.

Mapa de Catalunya anterior a la Paz de los Pirineos (1659) / Universidad de Berna

1714: El intento de amputar la parte occidental del Principat

Corría el año 1714 y Catalunya estaba devastada por una larga guerra, la de Sucesión hispánica (1705-1715), que había comportado la liquidación de su edificio político e institucional. En aquel contexto, el aparato de dominación borbónico proyectó un nuevo trazado del límite entre Aragón y Catalunya. El pretexto recurrente, sobradamente documentado, era que Lleida, la gran ciudad del occidente catalán antes de la guerra, había quedado reducida a polvo y ceniza. Había sido saqueada y destruida por las tropas francocastellanas del primer Borbón hispánico en 1707. Y había pasado de ser la segunda ciudad del Principat, con 12.000 habitantes, a ser una sombra fantasmal con escasamente 1.000 habitantes. La administración borbónica presentó un nuevo mapa de Catalunya, dividido en corregimientos que gravitaban sobre una capital. Y en el valle del Segre no había ninguna ciudad que los borbónicos consideraran merecedora de asumir la capitalidad. Mejor dicho, no quedaba ninguna.

Entonces tuvieron la ocurrencia de desplazar el límite entre Aragón y Catalunya hacia el este, más allá de la raya de los ríos Segre y Noguera Pallaresa y transferir los territorios al oeste de estos ríos a Aragón. Más concretamente a un corregimiento de nueva creación que pretendían implantar en Monzón. Eso quería decir que Lleida, Balaguer, Tremp, Sort, el Pont de Suert y Vielha pasaban a administración aragonesa. El viejo sueño de las clases dirigentes aragonesas, en aquel momento circunstancialmente borbónicas, pero que siempre, desde los tiempos de Ramón Berenguer y Petronila, habían ambicionado incorporar Lleida al mundo aragonés. La cita, también sobradamente documentada, de los historiadores contemporáneos aragoneses Ubieto y Lacarra, "Lérida siempre tuvo una silla —vacía, por supuesto— en las cortes de Aragón" es lo bastante reveladora. Aquel intento quedó finalmente en nada, quizás larvado en los cenáculos del poder, hasta bien pasados dos siglos.

Mapa de Catalunya. Administración borbónica (1721) / Universidad de Berna

1822-1833: El descuartizamiento de Catalunya

Corría el año 1821 y Catalunya estaba en plena resaca bonapartista. Años antes Napoleón había comprado —y nunca mejor dicho— la corona española a los Borbones para situar en el trono de Madrid a su hermano José (1808). Pero el Principat había sido incorporado directamente, como una región más, a la Francia metropolitana (1810-1812). Durante aquel pequeño periodo de tiempo se movieron muchas cosas a Catalunya. La administración francesa recuperó la oficialidad de la lengua catalana, cooficial con la lengua francesa, después de un siglo de prohibición y de persecución, y convirtió Barcelona en la gran capital del sur de Francia. Las clases intelectuales catalanas, entusiastas de la ideología revolucionaria francesa, desplazaron del poder a la destartalada administración hispánica. Una soplo de aire fresco, que contrastaba con la vaharada borbónica e inquisitorial del siglo anterior, invadiría Catalunya y pondría en alerta a todos los resortes del poder hispánico.

Mapa del Primer Imperio francés (1812) / Archivo de El Nacional

Superada la etapa napoleónica, surgía en España una clase pretendidamente liberal y declaradamente nacionalista que había tomado nota del cortejo de los catalanes, cuando menos, de sus elites intelectuales, con la Francia revolucionaria. En 1822, durante el Trienio Liberal (1820-1823), la restaurada administración de Fernando VII redibujó el mapa de España. Catalunya, hasta entonces provincia única, era fragmentada en cuatro entidades, que, con el pretexto de igualarlas con el resto de provincias hispánicas, se relacionarían entre ellas vía Madrid. Lo más curioso es que las provincias de Gerona, Lérida y Tarragona tomaban el nombre de sus respectivas capitales, pero la de Barcelona sería, reveladoramente, denominada "provincia de Cataluña". En 1833, el primer gobierno liberal de la regente María Cristina, viuda de Fernando VII, confirmaría el disparate de 1822, con la única particularidad que la "provincia de Cataluña" pasaba a ser "de Barcelona".

 

Mapa de Catalunya. División en corregimientos anterior a la división provincial definitiva (1824) / Institut Cartogràfic de Catalunya

Mapa de Catalunya. División provincial (1859) / Institut Cartogràfic de Catalunya

1923-1930: "Ni catalanes, ni valencianos... tortosinos!!!

El tortosinismo sería un pintoresco e hilarante movimiento social e ideológico que un sector de las clases dirigentes del valle del Ebro catalán, de ideología tradicionalista y clerical —el caciquismo local—, incubaría y divulgaría en el transcurso de la segunda mitad del siglo XIX. Este movimiento, alentado por la clase política y empresarial madrileña, postulaba que las Terres de l'Ebre no formaban parte del mundo histórico, político, cultural y lingüístico catalán. En un castellano reveladoramente cervantino publicaron perlas como "Es costumbre immemmorial entre los que hemos nacido en Tortosa, que al preguntarnos, por quienquiera que sea, de dónde somos, o mejor dicho, qué somos, contestamos sin vacilar: Tortosinos (sic) ¿Pero es usted catalán, valenciano o aragonés? No, señor, soy tortosino". Esta cita es de un artículo firmado por Sinesio Sabater en el rotativo local La Verdad, en la edición del 4 de enero de 1900, titulado "¿Por qué Tortosinos y no catalanes?"

Aquel artículo, en el contexto actual, podría parecer un simple ejercicio de ignorancia. Pero aquella prensa de época nos revela que detrás de la pluma de Sabater había un corpus social muy influyente en el ámbito comarcal de las Terres de l'Ebre, formado por una serie de personajes que tenían una intensa relación con el poder político y económico de Madrid. El tortosinismo, la expresión singularmente ebrense del caciquismo político y económico, alcanzaría, reveladoramente, la plenitud —sin haber pasado nunca de la categoría de movimiento minoritario— durante el régimen dictatorial de Primo de Rivera (1923-1930), que persiguió hasta la extenuación la lengua y la cultura catalanas. El banquero y especulador Joaquim Bau, alcalde de Tortosa durante la dictadura de Primo de Rivera y muy bien relacionado con los cenáculos de poder de Madrid, se convertiría en el máximo exponente del tortosinismo secesionista más reaccionariamente anticatalán y españolista.

Alfonso XIII y Joaquim Bau, máximo representante del tortosinismo / Archivo de El Nacional

1966: "Ni catalana, ni aragonesa; Lérida es leridana"

El leridanismo fue otra ocurrencia del caciquismo político y económico del mundo rural catalán. En aquel caso, de Lleida, que surgió como respuesta —como reacción, cabría decir— a la proletarización social y al republicanismo ideológico de la sociedad leridana. Era el año 1910 y un grupo de personajes de las oligarquías locales elevaron a las altas instancias del Estado español la propuesta de creación de una nueva región, que se denominaría Ribagorza y que reuniría buena parte de las comarcas de Lleida y oscenses. Eso quedó en nada hasta que el año 1938, con la ocupación por parte de las tropas franquistas, se recuperó de debajo de las piedras. Lleida sufrió una represión de una brutalidad aterradora, practicada con un propósito ejemplificante. Se fusiló a centenares de personas y, aprovechando la ocasión, centenares de lápidas del cementerio rotuladas en catalán. El falangista Hellín, alcalde impuesto por el régimen franquista, se convirtió en la punta de lanza del nuevo leridanismo, declaradamente franquista.

Durante dos décadas se tejió la readaptación del discurso leridanista. Y en aquel lodazal encontramos a Aunós, un ministro leridano del régimen franquista, que predicaría "Lérida no es catalana en grado máximo. En realidad incluso nuestra propia habla no es más que una especie de dialecto situado entre el catalán y el castellano". El año 1966, el leridanismo culminaba su siniestro trayecto con el proyecto ministerial de creación de una nueva región, llamada Valle del Ebro, que reunía Aragón, La Rioja, Álava y Lleida. El proyecto quedó en nada. La oposición de la sociedad civil leridana, a pesar de las difíciles condiciones, lo consiguió evitar. Pero en cambio, superado el tenebroso túnel de la dictadura, el fracaso del leridanismo se manifestaría, paradójicamente y curiosamente, con la división de la diócesis de Lleida (1998), patrocinada por los poderes políticos y eclesiales españoles y que ha provocado, entre muchas otras cosas, el conflicto por las obras de arte de Sijena.

 

Imagen principal: El alcalde Hellín y el ministro Aunós, máximos representantes del leridanismo / Arxiu de El Nacional