Cuando mi padre descubrió que pretendía comprarme entradas para el regreso de Oasis, fue bastante tajante: “¡Pero si son unos gilipollas!”, decía. Y es verdad. Lo son. Encima, él siempre me había empujado hacia el lado bueno de la historia: el de Blur. Y es que Jordi Codina nunca ha sido un hombre de fenómenos fan. Nunca le ha salido de la boca un “pagaría lo que hiciera falta”. Pero el día del apagón, cuando Ustrell anunció por la radio que volvía El Último de la Fila, a mi padre se le despertó algo.
El día del apagón, cuando Ustrell anunció por la radio que volvía El Último de la Fila, a mi padre se le despertó algo
Diría que, pese a la aversión —totalmente justificada— que tiene hacia los hermanos Gallagher, acabó agradeciendo que hiciera aquella cola eterna para verlos. Sin éxito, ya que estamos. Porque esta vez, ahora que tenía que conseguir cuatro entradas para el regreso de su grupo de juventud, yo estaba preparada. Una hora antes del inicio de la venta me había registrado, me había tomado el café con leche y, con la página web abierta, escuchaba Como un burro amarrado en la puerta del baile. Ya se sabe que escuchar al grupo trae suerte. Entré la tercera (he de decir que estoy muy orgullosa de esta victoria; la he contado infinidad de veces esta semana) en la cola virtual. Con la memoria muscular de quien lo ha hecho decenas de veces, solté el pastizal como un lince. Recibido el correo de confirmación, escribí a casa para comunicar la victoria.
En una especie de vórtice espacio-temporal, se unían los dos mundos: la generación de las webs de reventa, los hashtags y los algoritmos de Spotify compartía cola con la de los casetes, las entradas en papel y las cámaras analógicas
Tuvimos suerte. Escasos minutos después, X ya estaba lleno de hijos, todos más o menos de mi edad, peleando con los desgraciados de Ticketmaster y a decenas de miles de puestos de conseguir las entradas. En una especie de vórtice espacio-temporal, se unían los dos mundos: la generación de las webs de reventa, los hashtags y los algoritmos de Spotify compartía cola con la de los casetes, las entradas en papel y las cámaras analógicas. Todos tecleando con un único objetivo: que sus padres, solo por unas horas, vuelvan a ser jóvenes.

El sueño febril de la hoja en blanco
El Último de la Fila transporta a mi padre y a mi madre a unos tiempos donde las posibilidades eran infinitas. A la hoja en blanco vital que ahora nos toca escribir, poco a poco, a la generación de sus hijos. Manolo García y Quimi Portet, además de tener un grupo de música, también son la ruta nocturna por los bares de la comarca, los primeros trabajos, independizarse y, por qué no, enamorarse por última vez y fumar como carreteros en interiores. Qué tiempos debieron ser, los ochenta.
Manolo García y Quimi Portet, además de tener un grupo de música, también son la ruta nocturna por los bares de la comarca, los primeros trabajos, independizarse y, por qué no, enamorarse por última vez y fumar como carreteros en interiores
Pero va más allá de eso. Hay algo en la voz de Manolo García que, por sí misma, invita a la nostalgia. Cierta épica, incluso. Lo que los hace transgeneracionales es esa manera de combinar la ironía y el juego de ser joven; la broma, con una aceptación calmada de cómo funciona realmente el mundo. Sin resentimientos. En sus letras se cuela un “yo” que es una minúscula brizna dentro de un todo enorme que, precisamente por ser inabarcable, deja de tener importancia.
En sus letras se cuela un “yo” que es una minúscula brizna dentro de un todo enorme que, precisamente por ser inabarcable, deja de tener importancia
El rastro de El Último de la Fila ha seguido acompañando a mi familia a lo largo de los años. Ya sea porque Quimi Portet, vigatano ilustre, es cliente habitual del Jazz Cava, o porque en algún momento de nuestra infancia nos grabaron un disco pirata de Los Burros. Probablemente, ningún niño del siglo XXI ha cantado tan fuerte Jamón de mono como mi hermano de siete años en el coche. Y seguramente ningún padre lo ha contado a sus amigos con tanto orgullo como lo ha hecho el mío. Es imposible saber quién nos dará eso, a nosotros. Primero, porque las audiencias están tan absolutamente fragmentadas que me estremece escuchar las palabras “la voz de una generación”, sea en música o en literatura. Durante mucho tiempo, la cultura de bandas se ha ido diluyendo en favor de un cúmulo de estrellas del pop ultra personalistas, de quienes conocemos la vida y las intenciones de memoria. Todo ello pasado, claro, por un filtro de blanqueamiento. Después, porque —lo dijo el propio Liam Gallagher— ahora los rockstars tienen que cuidarse. Léase: alguno de ellos descubrió, un martes cualquiera, que la heroína es terrible para el cuerpo humano y que los médicos no mentían cuando decían que el alcohol es, efectivamente, un depresor. Probablemente ningún músico lo cumple al pie de la letra. Pero el peligro de reivindicarlo y no resultar atractivo para todos los públicos es evidente.
Todos ellos se encontrarán con una Barcelona cambiada, una capital que ya no es la suya. Aunque se animen y, tras el concierto, se asomen al Ceferino, que aún resiste, la noche la pasarán en algún hotel “bien” del Eixample
No sé si mis hijos crecerán escuchando las melodías de La Élite o de Fontaines D.C. y observarán cómo sus padres desaparecen del mundo un rato. Sí me haría cierta gracia que, de pronto, esos hijos hipotéticos se apuntasen a pelearse virtualmente por las entradas del retorno estelar de un decrépito Bad Bunny. Y me imagino que la generación del procés podrá escuchar a Manel como los jóvenes de los ochenta pueden escuchar hoy a este dúo. Lo decidirá el tiempo. La cuestión es que mi madre y mi padre tienen entradas. Irán con unos amigos de la uni, que ahora ya son amigos de la vida. También irán los vecinos, que se lo dijeron ayer, cenando. Y la compañera de trabajo de mi madre, que después los volverá a ver en Sevilla. Todos ellos se encontrarán con una Barcelona cambiada, una capital que ya no es la suya. Aunque se animen y, tras el concierto, se asomen al Ceferino, que aún resiste, la noche la pasarán en algún hotel “bien” del Eixample. Me llamarán para tomar el vermut, para pasar la tarde, porque aunque las fondas donde comían aún conserven el nombre, ahora son refugios de turistas. Pero durante esas horas, mientras suenen, mi padre, mi madre y la carretada de boomers que los acompañará en el Estadi Lluís Companys podrán fingir que sus hijos aún no existimos. Que no hemos nacido. Volver al sueño febril de la hoja en blanco. Carretera de recuerdos, que el delirio evita en la pasión…