Imagen principal: Fiesta de la Confirmación. 16-07-1939. Barcelona. Acto organizado por Falange y la Dirección Diocesana de Instrucción Religiosa / Fuente: Ayuntamiento de Barcelona / Foto: Pérez de Rozas

Toledo (España), 9 de julio de 1937. Once meses y medio después del estallido de la Guerra Civil española se publica la Carta colectiva del episcopado español a los obispos del mundo entero, promovida por el pontífice Pío XI, redactada por el cardenal Gomà i Tomàs –arzobispo de Toledo-, y firmada por cincuenta y seis de los sesenta y un obispos de las diócesis españolas. Aquella proclama, fundamentada en la persecución y el asesinato de religiosos en la retaguardia republicana, lejos de buscar espacios de encuentro y de diálogo, justificaba la rebelión militar del 18 de julio de 1936 y blanqueaba la terrible represión en la retaguardia franquista. Aquella reacción marcaba el punto de inicio de una estrecha complicidad entre el régimen franquista y las jerarquías eclesiásticas españolas, que se prolongaría durante casi toda la existencia del régimen dictatorial.

El nacional-catolicismo

La rebelión franquista que condujo a la Guerra Civil española (1936-1939), no tenía más ideología que el nacionalismo –español, por descontado– involucionista, violento, apolillado y clasista, que sublimaba las pretendidas glorias de un viejo imperio –el español, también por descontado– impuesto a sangre y fuego y hundido como un gigante decrépito con los pies de barro. El general Millán Astray –fundador de la legión española y uno de los cabecillas de aquella rebelión–, lo había reclamado vivamente en pleno conflicto, cuando esbozaba la figura del "nuevo español": marcial, patriota, compungido y fastidiado. En aquel escenario de violencia (de guerra y de represiones en las dos retaguardias), el posicionamiento de las jerarquías eclesiásticas no haría otra cosa que poner la milenaria tradición y el mensaje evangélico de la Iglesia al servicio de la rebelión y de la represión franquistas.

"Por favor, no griten, que me comprometen"

Uno de los casos más paradigmáticos de la violencia provocada por la deriva ultra de las jerarquías eclesiásticas sería el de Manuel Irurita Almandoz, obispo de Barcelona. Conservador, tradicionalista, y radicalmente anticatalanista, oficialmente fue "vilmente asesinado por la horda rojo-separatista" en diciembre de 1936. No obstante, Irurita protagonizaría un misterioso y enigmático episodio, digno de una película de terror, cuando el 28 de enero de 1939 (dos días después de la ocupación franquista de Barcelona), en el transcurso de la misa "de campaña" oficiada en la plaza de Catalunya, es reconocido entre la multitud por algunos testigos. Según la investigación historiográfica y periodística, Irurita –durante el conflicto– habría formado parte de un intercambio de prisioneros y cuando, dos años después, fue reconocido exclamó: "Por favor, no griten, que me comprometen".

Reposición de la Cruz del Tibidabo. 25 07 1939. Barcelona. El obispo Diaz Gomara y elementos armados del Movimiento. Fuente Ayuntamiento de Barcelona. Foto Pérez de Rozas

Reposición de la Cruz del Tibidabo. 25-07-1939. Barcelona. El obispo Díaz-Gomara y elementos armados del Movimiento / Fuente: Ayuntamiento de Barcelona / Foto: Pérez de Rozas

Irurita, Gomà i Tomàs y el monstruo

De nada le sirvió a Irurita, por ejemplo, presentarse como el autor de la maniobra que había pretendido convertir el funeral del presidente Macià (1933) en una humillante parodia. Según la misma investigación, el régimen franquista y las jerarquías eclesiásticas lo habrían convertido en una especie de holograma del más allá porque –se apunta– en una misteriosa carta dirigida a Pío XI, habría comprometido a los cabecillas de la rebelión. En cambio, el cardenal Gomà i Tomàs –el redactor de la "carta" a los obispos del "mundo mundial" y testigo de excepción de las atrocidades que se cometían en la retaguardia franquista, fue capaz de valorar las consecuencias de censurar al monstruo que habían vestido y alimentado, y su respuesta se limitó a pedir disculpas al lehendakari Aguirre por el fusilamiento de docenas de curas vascos en manos de paramilitares franquistas.

El cardenal Gomà i Tomàs. Fuente Blog Círculo Jean Moulin

El cardenal Gomà i Tomàs / Fuente: Blog Círculo Jean Moulin

Díaz-Gomara y Modrego

La teórica vacante de Irurita fue transitoriamente provista por Miguel de los Santos Díaz-Gomara, obispo de Cartagena. Díaz-Gomara era uno de los "halcones" de la jerarquía eclesiástica: nacionalista –español, por descontado–, impuso el castellano en las homilías y a las publicaciones parroquiales, y persiguió implacablemente la disidencia lingüística e ideológica a la comunidad eclesiástica. En 1942 lo relevaba Gregorio Modrego Casaus, hasta entonces obispo auxiliar de Toledo; es decir, el segundo de Gomà i Tomàs y de su sucesor, el también catalán Pla i Deniel. Modrego, otro "halcón" de la jerarquía eclesiástica, durante el conflicto civil había destacado como propagandista del bando rebelde en Sudamérica buscando complicidades y apoyos con los regímenes dictatoriales de la región. Y en Barcelona sería un continuador de las prácticas represivas de Díaz-Gomara.

Los obispos Irurita, Diaz Gomara i Modrego. Fuente Infocatólica

Los obispos Irurita, Díaz-Gomara y Modrego / Fuente: Infocatólica

Vidal i Barraquer

En la archidiócesis de Tarragona pasó algo parecida a lo que había sucedido a Barcelona. En aquel caso, también el régimen franquista convirtió el cardenal Vidal i Barraquer –titular de la sede tarraconense en el exilio– en otro holograma. Ni Irurita ni Vidal y Barraquer habían firmado la carta de Pío XI y Gomà i Tomàs. El primero por el que había sido oficialmente asesinato "por la horda rojo-separatista". Y el segundo por el que se había exiliado (con la ayuda del presidente Companys) escapando de los que, según la versión oficial franquista, habían asesinado en Irurita. La negativa del nuevo pontífice Pío XII a ceder a las presiones del régimen franquista, marca un revelador punto de inflexión: en un episodio propio de una película de mafiosos, la sede tarraconense (entonces el máximo sitial eclesiástico de Catalunya), quedaría vacante hasta la muerte en el exilio de Vidal i Barraquer (1943).

Arce Ochotorena y Arriba y Castro

A la muerte de Vidal y Barraquer, el régimen franquista impulsa el nombramiento de Manuel Arce Ochotorena, otro "halcón" de la jerarquía eclesiástica. Tres años después (1947) el general a Franco –personalmente– lo condecoraría con la orden de Isabel la Católica "en recompensa por la lealtad a España". En la España de Franco, por descontado. Pero la auténtica medida de aquel macabro escenario la daría su sucesor, Benjamin Arriba y Castro, nombrado el 1949. La historia de Arriba y Castro explica su reveladora trayectoria: fue uno reconocido trepador que se convertiría en el delfín de Arce (lo relevó en Oviedo y en Tarragona). Y en la capital eclesiástica catalana, se revelaría como un furibundo anticatalanista y antirrepublicano que sólo actuaba –y nunca mejor dicho– persiguiendo la atención de las máximas autoridades políticas y militares del régimen.

En la diócesis de Lleida las cosas tampoco fueron diferentes. Después de un periodo transitorio, fue nombrado Juan Villar Sanz (1943), que venía del sitial de Jaca. El gobierno discreto y efímero de Villar, dejó paso a la tormenta de Aurelio del Pino Gómez (1947). Venía de ocupar un cargo subordinado en la diócesis de Segovia, y era el confesor particular de Carmen Polo, la esposa del dictador Franco y conocida popularmente como La Collares. Lleida es la primera línea "defensiva" de la lengua y de la cultura catalanas, y el régimen franquista –que había resucitado de la ultratumba ideológica al monstruo sectario y secesionista del leridanismo- nombró al confesor de La Collares con el claro propósito de convertir la estructura diocesana en una Inquisición contemporánea y con el objetivo prioritario de destruir la lengua, la cultura y la identidad catalanas en Lleida.

De La Collares a Sixena

Durante su gobierno episcopal –y entre las idas y venidas del palacio del Pardo– el obispo Del Pino fundó el Diario de Lérida, el órgano de prensa del obispado secuestrado que, más que la misión de divulgar el ideario nacional-católico franquista, tenía el objetivo de crear y consolidar una corriente de opinión mayoritaria favorable a las tesis del leridanismo: la "navarrització" de Lleida. Diario de Lérida desapareció poco después de la muerte del dictador Franco sin haber cumplido el objetivo. Pero, en cambio, reveladoramente, durante el episcopado de Del Pino, la diócesis de Lleida sufriría el primer recorte territorial importante (1955) en beneficio de la de Barbastro. Medio siglo más tarde, la herencia del confesor de La Collares, culminaría con la amputación de las parroquias de la Franja aragonesa, y el conflicto por las obras de arte de Sixena.

Portada del Diario de Lérida. Fuente Archivo de la Concejalía

Portada del Diario de Lérida / Fuente: Arxiu de la Paeria