La independencia de Catalunya es la posibilidad de un retorno a los mejores tiempos del imperio hispánico, y la única manera de conseguir que la relación entre Barcelona y Madrid sea creativa de una vez por todas. El tema daría para un libro en edición bilingüe, que habría que traducir del catalán para que la política española no quede en manos de camareros o ejecutivos aprovechados y Catalunya pueda liberarse de los intelectuales y los políticos cursis. 

Uno de los problemas que ha tenido el independentismo, desde que quedó en manos de los partidos, es que no ha superado el debate que ha articulado a España los últimos cuatro siglos. Hay que ser muy pequeñito para seguir dando la culpa al Estado de todos los males de Catalunya, pero también hay que ser muy perezoso y un poco obtuso para alegar que la independencia perjudicaría a los españoles dividiendo la península con una frontera decimonónica.

La independencia de Catalunya es la solución a la marginación de Portugal, al embrutecimiento de la Provenza y al negocio que el puente aéreo hace de la herida española. El Estado español es la historia de una competición feroz entre Castilla y Catalunya por el control de la península. Los catalanes nunca aceptarán que el imperio hispánico haya quedado en manos de los castellanos, mientras que los castellanos siempre se han encontrado en falso ante Catalunya porque saben que tienen más peso del que les corresponde -y Barcelona es la prueba.

Mientras Catalunya no sea independiente, España seguirá siendo el burdel de Europa y el campo de batalla en el que, como decía Larra, se dirimirán las contradicciones del continente. España es la cuna de Europa, por eso Carlos V fue tan importante y, a su vez, se acabó haciendo monje harto de aguantar las tonterías de los aristócratas. Josep Pla ya lo escribió hablando de la mayonesa: dos pueblos que no quieren estar juntos no se tendrían que juntar sólo para que cuatro gatos condecorados puedan robar y hacer un poco de negocio.

Durante cuatro siglos, Inglaterra y Francia han tratado de debilitar a España fomentando las riñas entre catalanes y castellanos. No quiero que parezca que barro hacia mi casa, pero el hecho de que París y Londres siempre se hayan decantado por apoyar a Madrid es significativo qué ciudad da más miedo a Europa y cuál es la nación que puso más contenido en la fundación del imperio hispánico. 

Víctor Balaguer, el valedor del general Prim, ya explicó que la decadencia del Mediterráneo no se podía separar del anticatalanismo de los borbones. Eugeni d'Ors dijo lo mismo, hasta que se cansó de pelearse con la policía colonial de su época. El proceso de vampirización de Catalunya por España sólo ha traído miseria y fanatismo, y excusas absurdas por los dos lados. 

El hecho de que Rajoy haya ganado las elecciones apelando a las alcachofas y a las vacas, en la época de las ciudades globales, es una repetición histórica que nos tendría que alertar. Siempre que los catalanes intentan librarse del yugo español, pasa lo mismo. Castilla se mineraliza y va hundiendo el Estado en un fango de pintoresquismo y de oscuridad goyesca. Catalunya, dominada por unas élites deshonradas, se pierde en ideales abstractos llenos de buenas intenciones con un final fanático y destructivo. 

Para contener la pulsión independentista del pueblo catalán, el Estado español sólo ha encontrado el odio de los camareros analfabetos y eufemismos de poca sustancia como el derecho a decidir, o el republicanismo de otros tiempos. Si Catalunya no ejerce el derecho a la autodeterminación las ilusiones de la Transición quedarán en una noche de verano. Fracasado el proyecto de Aznar, que se creyó que podría asimilar Catalunya aliándose con los americanos, sólo queda el provincianismo de Rajoy. 

El proyecto del PP es convertir España en una provincia discreta de Europa, y más ahora que los alemanes se sienten débiles con el Brèxit. La España de Rajoy intentará utilizar la Unión Europea para dar un barniz de democracia a una deriva autoritaria, igual que Felipe V hizo con la ilustración y el prestigio de Francia. De lo que se trata es de matar la inteligencia y parar el independentismo con el pretexto del orden. Para conseguir eso, si hace falta, Rajoy venderá España a los alemanes, aunque sea haciendo buena aquella frase planiana que dice que el castellano es el mejor criado del mundo. 

La alternativa sería dejar que Catalunya vote en paz y confiar en la geografía y el talento. Si Madrid y Barcelona tuvieran una buena relación a la larga se convertirían en un polo potente de Europa y marcarían el destino del continente. La independencia de Catalunya liberaría las energías de la península, y hablar catalán, castellano y portugués dejaría de ser de pobres. Entonces sí que el Estado español estaría unido de verdad, y el Aznar de turno podría poner los pies en la mesa del presidente americano sin parecer un loco imprudente.