Con Grand Canyon –en La Villarroel hasta el 3 de agosto– Pere Arquillué firma su segunda dirección de la temporada, después de Un déu salvatge. En esta ocasión no ha llevado a escena ningún clásico francés contemporáneo, sino la segunda pieza de la trilogía que el dramaturgo Sergi Pompermayer inauguró con Amèrica (2022). La propuesta parece, salvando las distancias, heredera de aquella Jerusalem que el propio Arquillué protagonizó en el Teatre Grec en 2019, bajo la dirección de Julio Manrique. Aquí también encontramos personajes derrotados —no por vocación, sino por extracción social, mala suerte o falta de pericia— que intentan sobrevivir a sus propios sueños hechos añicos. El autor los ha concebido toscos y sin esperanza, pero ha dejado alguna puerta abierta al futuro.

Como piedras rodantes

La sensacional escenografía de Max Glaenzel entrecruza de manera brillante la modesta sala de la casa familiar con la terraza de un bar de carretera. Un tronco sostiene un techo como de antigua gasolinera, con los plafones rotos. Todo sugiere ruina y desolación. Joan Carreras interpreta a Pere, un hombre que apenas soporta su vida y sobrevive entre trabajillos, cervezas y, sobre todo, rock: evocar figuras como Led Zeppelin o Gram Parsons y tocar la batería, aunque sea en solitario, es para él lo más parecido a la felicidad. Vive con su mujer, Ángela –o Angie, como él la llama, ya imaginarán por qué–, que ya no sabe si lucha o resiste por inercia, y con su hija Ruby, que canta rap y no está dispuesta a “vivir callando”. Las interpretan una espléndida Mireia Aixalà –que ya en Amèrica había hecho de pareja de Carreras, en un contexto radicalmente diferente– y Mireia Morera, que tiene una escena de lucimiento cuando rapea la canción de la polémica.

Grand Canyon es una obra sobre los sueños perdidos y el impulso de resistir cuando todo se desmorona

Conocemos también a Joan Josep, que ayuda a Pere en algunas tareas de reparación. Albert Balart compone de manera excelente a este joven sin expectativas, ingenuo y peligroso a la vez, con arranques de odio gratuito y un montón de prejuicios aprendidos. Su único referente parece ser Pere: se atasca en una torpe adulación cada vez que él hace un chiste. En cambio, discute de forma encendida con el camarero del bar, Miqui –convincente Eduard Buch–, por cuestiones políticas. Uno de los temas recurrentes de conversación es el cacique del pueblo, un viejo corrupto y fascista capaz de llevar a la ruina a familias enteras. Su apellido, Caramany, quizá les suene: era el del interlocutor telefónico del personaje de Carreras en Amèrica.

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Grand Canyon, en La Villarroel hasta el 3 de agosto / Foto: David Ruano

La escenografía, tripartita, se completa con el espacio que ocupa Tatiana –eficaz Mar Pawlowsky, en un papel poco agradecido–. Es una prostituta que, sentada bajo una farola al lado de la carretera –el espacio sonoro de Damien Bazin nos informa de los vehículos que pasan y, en algún caso, se estrellan–, recibe la visita del resto de personajes, sobre los que ejerce una extraña fascinación. De unos recibe violencia; con otros hace negocios. Tiene la capacidad de ver algunas cosas del futuro e incluso de provocar accidentes a golpe de maldición. El envoltorio mágico o sobrenatural con que se nos presenta esta figura no juega del todo a su favor, en la medida en que banaliza su situación.

La propuesta, que destaca por el excelente y enérgico trabajo actoral de todo el elenco, funciona con códigos de realismo sucio, pero incorpora también sugerentes elementos oníricos

El gran sueño de Pere es hacer un road trip en autocaravana por la mítica Ruta 66 hasta el Gran Cañón del Colorado, con música de The Rolling Stones y The Allman Brothers Band a todo volumen. Pero las dificultades económicas, las complicaciones legales –su hija ha sido acusada, por la letra de una canción, de apología de la violencia e injurias a la corona– y un diagnóstico médico inesperadamente funesto lo volverán inalcanzable. Llegados a este punto muerto, de no-futuro, la propuesta da un viraje onírico teñido con los colores del Gran Cañón. El resto de personajes hablan desde el subconsciente del protagonista, en una frecuencia que no es la de la vigilia; entregados a un deambular telúrico y psicodélico, se enredan en una especie de danza ritual. Como en una película de Lynch, la farola parpadea para anunciar el cierre de este alucinógeno other side.

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Grand Canyon, en La Villarroel hasta el 3 de agosto / Foto: David Ruano

Grand Canyon es una obra sobre los sueños perdidos y el impulso de resistir cuando todo se desmorona. La propuesta, que destaca por el excelente, enérgico trabajo actoral de todo el elenco –encabezado por el gran Joan Carreras, con un personaje que pasa del derrotismo a la clarividencia– y por un logrado movimiento escénico –a cargo de Ferran Carvajal–, funciona con códigos de realismo sucio, pero incorpora también sugerentes elementos oníricos, así como del ámbito sobrenatural, que, aunque suponen un alivio a tanta desgracia, tienen un punto naïf. En esta fábula amarga, en la que el fracaso está muy tematizado –“No he hecho nada bien”; “Soy un puto desastre”–, hay imágenes muy ingeniosas, como cuando la desencantada Angie alude a la “metamorfosis de mierda” que ha hecho involucionar a su marido de mariposa a oruga –o como cuando Pere se compara con un vino estropeado que no sirve ni para hacer vinagre–, si bien es cierto que también abundan los tópicos, y que la catarsis del protagonista se construye de manera un poco gruesa. Quizá para compensar la dureza de este panorama desolador –en la “fría y oscura noche del mundo”– se apunta un final que abre posibilidades de futuro a los dos personajes más valientes y visionarios.