Gäel Faye es un rapero y escritor franco-ruandés, nacido en Burundi en 1982. Pasó la infancia en el África de los Grandes Lagos, y después del genocidio de los tutsis de 1994 se instaló en Francia con su familia. Tras trabajar en el mundo de las finanzas, se lanzó a la música y a la escritura. Su primer libro, Pequeño país, una novela en que se relata el genocidio hutu de 1994, visto con ojos de niño, acumuló premios a Francia, como el Premio en la Primera Novela Francesa, o el Premio de Novela FNAC. Incluso fue finalista del Goncourt de 2016. Ahora, este libro ha sido traducido al castellano por Salamandra (con traducción de José Fajardo) y al catalán por editorial Empúries (con traducción de Mercè Ubach), y Faye ha visitado Barcelona para presentarlo. Afable, extremadamente educado y con una cierta timidez y una mirada triste, ha sido entrevistado por El Nacional.

Para mí, el rap ha sido una buena forma de entrar en la escritura

Muchos escritores desprecian el rap, pero usted escribe, y al mismo tiempo rapea. ¿Cómo combina las dos disciplinas?

Yo empecé a escribir poesía cuando tenía 13 años; escribía poemas para mí. Y cuando ya tenía 16 años frecuentaba un centro cívico, donde me apunté a talleres de rap. A partir de aquí, mis poemas se convirtieron en canciones de rap, y eso me permitió frecuentar a otros jóvenes. Yo también he escrito obras de teatro... Creo que, para mí, el rap ha sido una buena forma de entrar en la escritura. Yo trato de abolir las fronteras entre estilos... Intento ser natural en este aspecto.

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El protagonista de Pequeño país tiene la misma edad que usted, una experiencia vital parecida a la suya... ¿Hasta qué punto Gabriel es Gaël?

Yo quise crear un personaje que estuviera en la intersección de mis propios orígenes. Quería diseccionar la sociedad burundesa, el genocidio ruandés y la emigración en Francia. Con otro tipo de personaje, no me habría sido posible tocar los tres temas. Hacer un personaje que se me pareciera era una forma de facilitar mis propósitos: me ahorró hacer tarea de documentación. Para perfilar al protagonista me basé, sobre todo, en mis recuerdos. Pero lo que le pasa a Gabriel, al protagonista, no es lo que me pasó a mí. Eso sí, en el libro incluyo recuerdos de mi infancia: de la luz, de la maravilla del juego... La frontera entre Gaël y yo es tenue. Es complicado decir qué tiene este libro de autobiografía y qué no. Pero para mí es una novela. He aprovechado acontecimientos vividos por mí con el fin de crear una cosa diferente, nueva.

El protagonista, al final de la novela vuelve al país de donde era, pero este país ya no existe. ¿Es una experiencia que también ha sufrido?

Sí, durante mucho tiempo me consideraba exiliado de un país, y me pensaba que el día que volviera, ese país continuaría allí. Pero cuando pude volver a los Grandes Lagos me di cuenta de que no era exiliado de un país, sino de un tiempo. Habitamos más un tiempo que un espacio. El país al que creía que pertenecía ya no estaba. Es cruel.

Uno tiene que tener la libertad de olvidar de dónde viene

"No olvides nunca de dónde vienes", dice al protagonista uno de los personajes de la obra, quizás el más sensato. ¿Esta es la idea que le ha llevado a escribir Pequeño país?

No lo había pensado. Quizás porque yo no podría olvidar nunca de dónde vengo... Es una frase que he puesto en la boca del personaje, porque es alguien que da consejos, y este es un consejo verosímil, tiene peso... Pero esta no es una cosa que yo, personalmente, diría a nadie. Creo que uno tiene que tener la libertad de olvidar de dónde viene... Uno tiene que poder hacerlo, si quiere.

"El genocidio es una marea negra, los que no se ahogan quedan manchados para toda la vida". ¿No hay forma de librarte?

No creo. Nunca puedes salir de un genocidio. Es un crimen muy particular. Los supervivientes son gente que aunque haya sobrevivido, es como si hubiera muerto. La vida que llevan después de los hechos es una vida de anomalía. Se creen muertos entre los vivos. Algunos se sienten culpables de estar todavía vivos, por haber escapado... Yo vivía, en París, en un barrio armenio, y me di cuenta que la quinta y la sexta generación después del genocidio todavía no habían olvidado. El genocidio marca a la gente: genera una nueva sociedad. Es como una especie de religión, una característica peculiar... Ni los que han conocido el genocidio, ni los que vendrán después, se podrán liberar. Sabemos que había un proyecto de que no existiéramos nunca más.

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La novela no es nada optimista. Parece que nadie pueda ser completamente ajeno a la violencia...

Yo creo que pese a todo, en el libro hay optimismo, el optimismo de la reconstrucción. Cuando el protagonista decide volver a África, ocuparse de su madre, comprender qué ha pasado... Yo creo que eso es una vía de optimismo.

¿Entonces, incluso en Ruanda hay motivos para el optimismo?

En un genocidio hay los que han matado, pero también hay los que se han resistido a matar. Y el optimismo radica en el hecho de que, en medio del genocidio, haya gente que haya tenido la fuerza de no matar. Gente que ha decidido no matar. Hay la posibilidad de ser humano, a pesar de todo, incluso en estas circunstancias. Tengo amigos que se sienten decepcionados por nuestra historia, por la historia de nuestro país, consideran que somos unos salvajes y que nunca habrá solución. Pero hubo gente, quizás muy sencilla, quizás sin haber ido a la escuela, que tuvieron el mecanismo del alma humana de no matar. Y eso da fuerza al optimismo.

Los libros son la mejor barrera para aislar la barbarie

El protagonista de Pequeño país, Gabriel, es un niño que usa la lectura como evasión en tiempos muy difíciles... ¿Es también su costumbre?

Para mí, la evasión es la escritura. Cuando quiero huir, escribo. Para Gabriel la lectura es una ventana de salida. Su mundo tiende a cerrarse y a perder colores, y para reencontrar los colores, abre los libros. Tengo la impresión de que los libros son la mejor barrera para aislar la barbarie. Después de los atentados de Charlie Hebdo, yo estaba en París, y en las manifestaciones, los jóvenes exhibían libros, como los de Voltaire o París era una fiesta, de Ernest Hemingway... En una parte estaban los libros, y en la otra los kalashnikov. Y este es el rol del libro. En la novela quería tirar de este símbolo, y aprovecharlo.

El libro combina la dureza de una situación política de inmensa crueldad con momentos de gran felicidad: el cumpleaños del protagonista, los niños que se cuelan en la piscina... ¿La infancia es más feliz en África que en Europa?

No, de ninguna manera. Hay infancias banales por todas partes. A menudo hay una idea muy caricaturesca de lo que es la infancia en otras partes. Yo pensaba que los niños en Europa tenían buena vida porque tenían la tele 24 horas, iban al súper donde había mil cosas que yo no podía encontrar en  África y se hinchaban de zumo de naranja y de manzana. Y mis amigos de Europa, cuando llegué, pensaban que era muy feliz porque vivía entre las jirafas de la sabana. Yo quería describir que la felicidad de los niños es la misma por todas partes. Pequeño país es un libro que, sobre todo, quiere describir, la vida banal, incluso de lugares de África de los que sólo se habla cuando hay episodios de violencia.

El problema de los que tenemos varias culturas, es que la gente siempre nos quiere reenviar a una de las dos culturas

La identidad para el protagonista es difícil: es criticado como mestizo, tiene problemas porque no conoce el kinyaruanda, será cuestionado como francés... ¿Es también su caso?

Sí, ha sido mi caso. Mi problema, y el de los que tenemos varias culturas, es que la gente siempre nos quiere reenviar a una de las dos culturas, no nos pueden aceptar en todas dos. A un mestizo le dicen: "Tú eres 50%, 50%", pero, ¿porque yo tendría que ser 50%? Yo creo que siempre eres 100% de lo que seas. No eres una adición entre dos cosas, eres una infusión. Es la familia, la sociedad, la que nos reenvía a una sola de nuestras culturas, a uno solo de nuestros orígenes.

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El protagonista de Pequeño país, cuando es niño, no está interesado en absoluto por Ruanda, su monarquía, sus vacas, sus misioneros... Pero no puede desvincularse de ella. ¿No se puede escapar de la identidad?

Me gustaría que fuera posible... Es el drama de nuestra humanidad. Estamos congestionados por nuestras pertenencias. Estamos condenados por nuestro medio. Aunque queremos escapar de la identidad, siempre nos reencuentra. Es la lucha que tendrá el protagonista de la novela. Y en una época de crispación, todavía es más intenso este retorno a los orígenes. En Francia, cuando hay un atentado, se reclama a los musulmanes que se desolidaricen de los terroristas, como si tuvieran algún vínculo con ellos. Estamos en una época que nos pone en arresto domiciliario.

Afirma que rio mucho escribiendo con este libro. ¿Cómo lo hace para que convivan, en la novela, los aspectos más tétricos con los más lúdicos?

Yo vivo con el genocidio todos los días. No tengo que hacer ningún esfuerzo por recordarlo. Vivo en Ruanda, frecuento a los supervivientes... Es cierto que para un lector que no conoce la situación puede verlo todo como una cosa atroz. Pero si vives allí, lo ves normal. Yo he recordado las historias felices de mi infancia, de la convivencia con mis camaradas, y eso me ha dado mucho bienestar. Me ha hecho mucho bien sumergirme en este paraíso perdido, en aquel tiempo en que todo parecía sencillo.

Uno de sus discos (o su disco) se llama Pili-pili sur un croissant au beurre (picante sobre un cruasán de mantequilla), ¿porque este título?

Era un título para referirse al mestizaje, el picante representa a Ruanda y el cruasán a Francia. Y eso simboliza el reencuentro entre mis padres: mi padre francés y mi madre ruandesa. Además, es un disco que ha sido grabado entre Bujumbura y París, entre dos continentes. Y es un canto a una música mezclada, a sabores que vienen un poco de todas partes...