La petición que la CUP ha hecho de desmontar la estatua de Cristóbal Colon tiene mucha relación con el ambiente tóxico que la agresividad de los españoles y el miedo de los procesistas ha extendido en la política catalana. Cualquiera que haya leído sabe que la columna de Colón es un monumento a la historia de Catalunya, no un homenaje al esclavismo y a la colonización.

Si tenemos que contextualizar los monumentos, empecemos por contar la lucha que el pueblo catalán ha mantenido para no ser borrado de la historia. El monumento de Colón no puede desvincularse de los bombardeos sobre Barcelona, ni de las condiciones infames en las que la capital de Catalunya tuvo que hacer la revolución industrial a causa de las murallas que el gobierno español impedía derribar.

Una comparación entre la simbología del monumento barcelonés y la del monumento que hay en la plaza Recoletos madrileña puede ilustrar a los despistados sobre las intenciones de fondo del símbolo. El hecho de que Colón señale a Mallorca y no a las Américas es un indicador muy claro de que la intención de los que lo promovieron era homenajear el pasado medieval de la nación catalana a través de una figura asumible por el ejercido español.

El monumento de Colón se alzó después del asesinato del general Prim y del retorno de los Borbones a Madrid, en el marco de una operación para volver a poner Barcelona en los mapas después de 150 años negrísimos. Colón, igual que la Sagrada Família, que el Eixample o que los mejores edificios modernistas, son frutos de una ciudad que intentaba hacerse un lugar entre las grandes metropolis del mundo con los materiales simbólicos del momento.

Sin la operación Colón, la gran historia de la Barcelona obrera se habría acabado con la Jamancia, como quien dice. Si los promotores del monumento encargaron una columna más alta que la del Almirante Nelson de Trafalgar Square fue para demostrar la fuerza del país y para darle alas. Cierto éxito tuvieron si pensamos que Picasso, que era admirador de los anarquistas catalanes y estaba a favor de la independencia, regaló un esbozo de la estatua a un primo de mi madre que fue a visitarlo en el exilio de París.

Todos los países tienen episodios negros y disputas internas sobre el significado de su historia, pero sólo los decadentes o colonizados permiten que el sentimiento de culpa castre su esperanza e inspiración. El debate sobre el posible papel de los catalanes en el exterminio de los indígenas de América tiene que empezar por reconocer y celebrar que si nosotros no hemos acabado igual ha sido gracias a nuestra tozudez y a nuestra capacidad emprendedora.

Atacar la estatua de Colón es como intentar reducir Barcelona a los intereses de la gente que no tiene Internet o como insistir en echar la culpa a Madrid del hecho de que todavía no hayamos celebrado un referéndum. Desde que las consultas liberaron el talento de los catalanes de los fantasmas de la historia, toda la estrategia de los unionistas y de los caraduras ha pasado por estancar el país en disputas que solo ayudan a justificar el victimismo y la mediocridad de todas las partes en conflicto.

Como le pasó a la Barcelona que promovió el monumento de Colón y acabó haciendo ricos a los lerrouxistas y persiguiendo a Francesc Cambó, el peor enemigo de la ciudad es el resentimiento acumulado por tantos siglos de opresión. Si la CUP quiere poner a un indígena en lo alto de la columna que proponga a Ramon Llull, o Pau Casals, o el General Moragues, o el Noi del Sucre o cualquier otro catalán, que, como Colón, no dio nunca el brazo a torcer.

Colón difícilmente puede ser reprobado por lo que pasó en América después del descubrimiento, sobre todo teniendo en cuenta las pocas cosas que se saben de él y su aventura. Ahora que incluso tendremos gafas para grabar en vídeo nuestros mejores recuerdos sería un error censurar los intentos que nuestros antepasados hicieron para mantener viva la memoria del país, en una Europa de militarotes.

No ayudéis a Ada Colau a bajar más el listón. La cultura política victimista, a menudo disfrazada de bonito altruismo, ya nos ha dado más disgustos de los necesarios.