Entramos en la famosísima semana del 25-N, en la que todos los medios que no han hecho ni puto caso de las múltiples agresiones que hemos sufrido las mujeres a lo largo del año se sienten con la responsabilidad civil de llenar sus perfiles con cintas lilas y mensajes empoderantes. Gracias por tanto. Pero no, no vengo a hablaros de que cada día tendría que ser 25-N, eso aquí ya lo sabemos. Vengo a hablar de cómo el feminismo llegó a mi vida y la cambió por completo. Hay gente que cree en Dios, en el horóscopo, en el amor para toda la vida y después estamos las que creemos en el feminismo ―que también podemos creer en las anteriores, pero no es mi caso― como salvación divina.

Recuerdo perfectamente el sentimiento que tuve al leer mi primer artículo feminista; ansia por saber más, comprensión porque había tantísimos patrones que se repetían y en los que me sentía identificada, admiración hacia aquella mujer valiente y revolucionaria que escribía libremente lo que pensaba y, por último, miedo a no estar nunca a la altura, a no desarrollar las gafas feministas con las que aquella mujer veía el mundo. Sentía que el feminismo me venía grande, pero eran los mismos complejos que la sociedad me había creado. Lo que no sabía entonces es que el feminismo es una lucha y un aprendizaje constante y que como más entras ―lo que no quiere decir serlo más― más te libera, pero también más esclava te sientes.

Cuanto más entras en el feminismo, más te libera, pero más esclava te sientes

Una cosa que hacemos mucho las feministas es avergonzarnos de las actitudes tóxicas que teníamos antes de todo este proceso, pero nadie nace siendo feminista ―por desgracia― en un sistema patriarcal. No se trata de culpabilizarnos por lo que hemos sentido o hecho, ni siquiera por lo que sentimos o hacemos, se trata de ser consciente, aprender y corregir poco a poco. El feminismo no es un proceso fácil, yo me he sentido muchas veces como una mala feminista por no responder ―por miedo― ante una agresión o un comentario machista, por quererme maquillar o depilar, por escuchar música con letras machistas, por compararme con otras mujeres o por sentir celos. Pero, por suerte, con el tiempo he comprendido que todo eso no nos hace menos feministas, ahora bien, creernos con la potestad de juzgar el feminismo de otra mujer, como mínimo, nos hace idiotas.

Está bien tener creencias, pero seguramente Dios no bajará a ayudar a la próxima chica violada, ni el horóscopo la avisará de que esa noche cambiará su vida para siempre, si es que sobrevive. Ahora bien, frente a la falta de recursos y soluciones institucionales sobre las violaciones, las agresiones sexuales y los feminicidios, lo único que nos salvará la vida a muchas de nosotras es la autodefensa feminista.