Formados en Nottingham (la ciudad de Robin Hood) durante el Segundo Verano del Amor, en 1989, el colectivo DiY fue uno de los primeros sound systems ingleses de música electrónica, adalides de la generación rave y el movimiento free party más salvaje, anárquico, majareta y hedonista (a la par que políticamente coherente) de que se tenga memoria (y ya es difícil recordar algo de aquellos nebulosos años de fiesta sin fin). Montaron una noche en The Haçienda, la mitiquérrima sala de aquel ‘Madchester’ donde se iniciaron en el sound of acid. Tuvieron la lista de invitados más kilométrica de la historia y a todos ellos, sin excepción, los pillaron allí poniéndose como una versión hooliganesca de Las Grecas. Tony Wilson y Peter Hook (ya saben, el capo de Factory y el bajista de New Order) les pusieron personalmente de patitas en la calle. Colectivo Bruxista, el colectivo más parrandero del panorama editorial patrio, publica Derecho en la fiesta. La historia del DiY Sound Sytem, la salvaje biografía de uno de los fundadores de este grupo fiesteros. Llegará a las librerías el 29 de enero con prólogo del DJ y periodista barcelonés Luis Costa.

El colectivo DiY fue uno de los primeros sound systems ingleses de música electrónica, adalides de la generación rave y el movimiento free party más salvaje, anárquico, majareta y hedonista

Se trata de un compendio de memorias supervivientes de ese Auschwitz de las neuronas que fueron los últimos años 80 hasta mediados de los 90. Harrison nos teletransporta en sus páginas a la génesis y expansión del colectivo DiY, una época de exploración contracultural utópica y hedonista que, pese a los consabidos peligros de la nostalgia, puede ayudarnos a reimaginar las expresiones pop del capitalismo de nuevo cuño, la brandalización, el corporativismo teconológico y macrofestivalero en que vivimos inmersos hoy. Un artefacto rave revival que reivindica el acervo de la música electrónica y del quemar zapatilla, en general, ya sea en la pista de una discoteca o en la grava del monte

Derecho en la fiesta es el compendio de memorias supervivientes de ese Auschwitz de las neuronas que fueron los últimos años 80 hasta mediados de los 90

Quien fuera juerguista contumaz y calavera irredento, Harry Harrison (Bolton, Gran Mánchester, 1966), el autor del libro, es hoy un apacible padre de familia que responde a mis preguntas mientras acaricia a su perro en su granja en Gales: “Sí, nos expulsaron en masa de The Haçienda en nuestra propia noche. Llevamos un autocar lleno de gente de Nottingham que, por desgracia, no respetó en absoluto la estricta política de drogas del club. Uno a uno, nos fueron echando y al final nos quedamos todos fuera, en la puerta, coreando ‘¡Wilson es un gilipollas, que le den a The Haçienda!’. Aun y así nos volvieron a invitar y ocurrió más o menos lo mismo [en esta ocasión, encima, destrozaron la sala VIP]. El jefe de seguridad me dijo que nuestro grupo era ‘peor que los Happy Mondays’». Que ya es decir. Pero Tony Wilson, años después, iría aun más lejos, calificándolos —con una mezcla de inquina y admiración— como “culturalmente, la gente más peligrosa del Reino Unido”.

portada derecho en la fiesta
La ácida portada ilustrada por Raisa Álava. / Foto: Colectivo Bruxista

El sonido ácido en la era Thatcher

La siguiente secuencia de hechos podría montarse por cortes en los créditos de apertura de This Is England '86: Los tres leones llegan a cuartos de final de la copa del mundo donde, por primera vez desde la Guerra de las Malvinas, se enfrentan a Argentina; el gobierno conservador aplasta brutalmente a los mineros en huelga; un basto paisaje de fábricas y almacenes abandonados a causa de la estrategia tatcherista de desindustrialización del país y la tasa de paro alcanzando récords históricos mientras la primera ministra ratifica que “la sociedad no existe”. Y al mismo tiempo, cabezas cada vez menos rapadas (el wedge haircut las ha reemplazado), casas okupas, locales alternativos y un subsuelo bien abonado gracias a la juventud subsidiaria del cheque estatal que invierte su tiempo y escaso dinero en organizar actividades benéficas para los mineros, montar bandas, aprender a tocar, pinchar discos, consumir muchas drogas y organizar fiestas muy locas. Es en este batiburrillo social, recreativo y político cuando, en un vuelo sin escalas procedente de Chicago, el acid house aterriza en el Reino Unido.

No se daban cuenta de que la ‘droga del amor’, amalgamada con los mantras del sonido ácido, era una substancia placebo perfecta bajo la cual podía refugiarse la juventud en una época de damas de hierro y vacas flacas

El año 1987, al mismo tiempo que el grupo de Chicago Phuture sacaba a la luz el fundacional single Acid Tracks, el Shoom abría sus puertas en Londres. Fue uno de los primeros clubs entre cuyos chorros de humo criogénico se bailó este tipo de música en Inglaterra. The Haçienda contaba con unos pocos años más de veteranía, pero los sonidos ásperos del Roland TB-303 irrumpieron en la pista mancuniana al alimón que en la capital. Y tres cuartos de lo mismo pasó en el Trip, en el West End, y en otras salas como el Garage, en Nottingham, en cuyas sesiones se iniciarían los futuros miembros de DiY. Entre estas discotecas tan lejanas entre sí suele situarse el kilómetro cero del llamado Segundo Verano del Amor, un lluvioso estío propiciado por el hecho de que ciertos hinchas del fútbol —los perry boys y aledaños— cambiaran las gradas por la pista de baile, el alcohol por el éxtasis —el "E"— y les diera, con ello, más por abrazar que por hostiar al prójimo en la disco, fuera cual fuere su equipo. Comenzaba un fenómeno de corte pacifista y hedonista que quiso compararse con el Verano del Amor californiano de 1967, tanto por la sensación de despiporre general como por el rescate de prendas de ropa del armario de los padres, hábitos sexuales y concordancias psicodélicas, y cuyas reverberaciones comerciales correrían como la pólvora hasta los rincones más esquinados del planeta.

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DiY Free Party, 1992. / Foto: Sharon Storer.

Sin embargo, de casta le viene al galgo (o al bulldog), y al cerrar los clubs a una hora tan inconcebiblemente temprana como las 2 de la madrugada, la chavalada que había abandonado los campos de fútbol, a la salida, se echaban a las calles berreando, sacudiendo las mandíbulas y bailando sanvíticamente sobre los coches. A los tabloides como el Sun o el Mirror se les hacía el culo Pepsi Cola con la espiral de vicio en que se había sumergido la juventud británica, y las autoridades impusieron restricciones draconianas a las discotecas, haciendo cada vez más complicada la programación de eventos entre las cuatro paredes de una sala convencional. Resultado: porteros con mala leche, precios totalmente disparatados, horarios irracionalmente inflexibles, música rigurosamente filtrada y carteles advirtiendo que a cualquiera que pillasen consumiendo drogas lo entregarían a la policía. La solución adoptada por los que no estaban dispuestos a renunciar a su derecho a la diversión tan rápidamente es fácil de deducir: empaparse del espíritu ibicenco que algunos DJ conocían de primera mano, montar raves (un vocablo tomado de la comunidad negra, que se refería así a sus propias fiestas marginales) al aire libre o en naves industriales y almacenes fuera del alcance de la ley, a veces ejerciendo una competencia directa con los clubs (como las organizadas, a un tiro de piedra del Shoom, por Revolution In Progress (RIP)), otras favoreciendo el peregrinaje al extrarradio (las montadas por Orbital, banda cuyo nombre tomó prestado de la autopista de circunvalación del área metropolitana de Londres, donde las fiestas surgían como setas cada fin de semana, la London Orbital o M25; o las primeras Warehouse Parties, llamadas así en honor al club de Chicago que fuera cuna del house, organizadas en el norte por Hedonism), o bien directamente a campo abierto (Sunrise, la macrojuerga organizada por Tony Colston-Hayter, un avispado promotor undeground, que llegó a congregar a millares de almas danzantes)… Hasta que la caza mediática habría de llegar también a esos recónditos e improvisados lugares a raíz de la primera muerte documentada por consumo de éxtasis en una rave, seguida por otra, a escasas semanas de distancia, en The Haçienda. El gobierno procedió entonces a constituir ad hoc una brigada policial encargada de reprimir las raves, la Pay Party Unit. No se daban cuenta —o sí— de que, pese a los riesgos, lo cierto es que la llamada “droga del amor”, amalgamada con los mantras del sonido ácido, era una substancia placebo perfecta bajo la cual podía refugiarse la juventud en una época de damas de hierro y vacas flacas.

Los nómadas aportaron carpas, generadores y conocimientos sobre los lugares a los que llevar los fiestones. DiY aportó los Technics y las melodías. Las drogas y las ganas de pasarlo bien, corrían por gentileza de todos

72 Hour Free Party People

Irónicamente, el modelo de entrepreneur, tan promovido por Margaret Thatcher, encajaba como un guante con el carácter de algunos promotores de fiestas ilegales. Tal era el caso del antemencionado Tony Colston-Hayter, lo más homologable a un yuppie que dio aquella escena (en la que, por otra parte, no faltaron niños bien montando raves en las extensas propiedades de sus padres), amén del tipo que puso de moda el teléfono móvil (aquellos Motorola tochos como cajas de zapatos y caros como órganos de la vista) entre los ravers más acaudalados. Una herramienta muy cómoda para enterarse, a último momento, de la ubicación de los saraos

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Fotografía reciente de Harry Harrison, hoy un padre de familia que solo abusa del té servido en tazas del Scrabble / Foto: Emma Goldsmith.

En las antípodas de esos ladinos empresarios del subsuelo que aprovechaban para hacer de aquella secuela del Verano del amor su agosto particular, se hallaban gente como Harry Harrison, Simon DK, Jack, Emma, Digs y Woosh, el núcleo fundador de Do it Yourself, un grupo de amigos iniciados en el anarco-punk que habían estrechado lazos en la escena house de Nottingham; curtidos —y expulsados a patadas, como han tenido oportunidad de leer al comienzo— en el mejor club de Mánchester y cada vez más desilusionados con las fiestas londinenses alrededor de la M25. Así que optaron por liarse la manta a la cabeza y hacerlo ellos mismos, y, si hay un nombre que encierre esa ética, ese es DiY (Do it Yourself). De modo que juntaron sus ahorrillos para comprar un Black Box y, en noviembre de 1989, comenzaron a pasear su flamante sound system por los suburbios del centro de Londres. Eso hasta que se toparon con un grupo de gutter punks ambulantes que dedicaban su vida a viajar de festival en festival. A partir de entonces, los nómadas aportaron carpas, generadores y conocimientos sobre los lugares de la campiña a los que llevar los fiestones. DiY, por su parte, aportó los Technics y las melodías. Las drogas y las ganas de pasarlo bien, corrían a mansalva por gentileza de todos.

Castelmorton fue el Woodstock de nuestra generación

El punto álgido fue el festival de Castlemorton Common, celebrado en 1992 y organizado por la Free Party People, macro-organización bajo cuyas carpas se aglutinaban sound systems afines —aunque de sensibilidades musicales dispares— como DiY o Spiral Tribe, y al que peregrinaron unas 35.000 personas con ganas de pasárselo pirata durante días. “Fue el Woodstock de nuestra generación”, dice Harrison. Lo malo es que también fue su Altamont generacional, ya que la asistencia masiva y algunos incidentes aislados fueron la excusa del gobierno para aumentar la presión legislativa que culminaría, un par de años después, en la Criminal Justice and Public Order Act, una infame —a la par que hilarante— ley, vigente a día de hoy, que ha pasado a la historia por incluir una torpe definición de aquello que penalizaba: “la sucesión de ritmos repetitivos”. Fue el canto del cisne del movimiento free party, que a partir de entonces trasladó sus fiestas al continente, sobretodo a Holanda, Francia, Alemania y España. También a otra isla con un extenso currículo en eso de las fiestas al aire libre: Ibiza.

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Un grupo de travellers se encara a la Pay Party Unit, la unidad policial encargada de cortar el rollo. / Foto: Sharon Storer

Balearic beat

“En los años ochenta (¡cuando éramos jóvenes!) hicimos autostop y recorrimos España en coche muchas veces. Nos fascinaba el sindicato anarquista CNT y la Guerra Civil española. Pero nuestra relación con España fue sobre todo con Ibiza, que visitamos por primera vez en 1991 y luego muchas veces más a lo largo de los años. En los noventa nos hicimos grandes amigos de José Padilla en el Café del Mar, y pinchó para nosotros muchas veces en el Reino Unido. Teníamos una villa en Ibiza todos los veranos, del 93 al 97, normalmente llena con unas veinte personas, y tocábamos en Summum, Es Paradis, Amnesia, Pacha, Space, etc. Muchos de los nuestros se mudaron allí, han vivido allí desde entonces y sus hijos han crecido allí. También tocamos en Mallorca varias veces. Más tarde, Digs + Woosh pincharon muchas veces en el festival Sonar de Barcelona”, me cuenta Harry antes de responder a mi última pregunta y volver a sus quehaceres familiares: “¿Es significativo que mi libro se publique aquí antes que en ningún otro país fuera de Inglaterra? ¡Eso espero!”.

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Carteles de una fiesta DiY en la discoteca Summum, en los muros de Sant Antoni, Ibiza. / Foto: Harry Harrison

En 1997, poco antes de que la sala que les había expulsado reiteradamente cerrara para siempre sus puertas, Harrison y los suyos volvieron (sin entrar al edificio, no vaya a ser) a The Haçienda para poner banda sonora a unas proyecciones bajo los arcos del ferrocarril que había frente, durante una serie de actos programados por el fundador de la sala y jefe de Factory Records. Fue entonces cuando Tony Wilson, en el transcurso de una charla, los describió como “culturalmente, la gente más peligrosa del Reino Unido”. La amenaza, por supuesto, surgía del hecho que estos chalados hedonistas y felizmente politoxicómanos rechazaran por completo el afán de lucro.