"¿En serio me acaban de decir que no a un piso por responder el primer Whatsapp en catalán? Pues sí". Este tuit lo escribía hace cuatro días Aina, una chica de 23 años que busca piso en Barcelona y que no se imaginaba para nada que su caso tuviera tanta repercusión mediática. Tampoco que tanta gente la defendiera o que tanta otra la insultara. Ella solo lo quiso denunciar públicamente y, almenos, esta jugada le ha salido bien: los medios se hicieron eco, las tietes con su lazo amarillo al cuello pusieron el grito en el cielo e, incluso, una plataforma la ha extendido la mano para ayudarla a denunciar. El bullying lingüístico contra el catalán es un lastre que existe y que siempre queda en el patio de atrás. Se suma este quebradero de cabeza territorial a la ansiedad que gestionamos los que tenemos entre 20 y 35 años y queremos alquilar un piso o una habitación. Porque no es que no queramos renunciar a la terraza, o que despotriquemos de ventanas que no cierren, o que nos dé cosilla ducharnos con las cortinas plasticosas acariciándonos el muslo: es que ni eso podemos pagar.

Me lo explica ella misma en algunos audios intercambiados ayer por la tarde. “El tema estrella es el precio, es carísimo: yo estoy inscrita en una web que comunica a los que alquilan piso con los que lo buscan, y por una habitación que es un zulo muy heavy quizás te cobran 400 euros por 3 metros cuadrados. Lo estoy pasando bastante mal, porque ahora llevo un mes y cada día estoy mirando la web o haciendo visitas. Cuesta mucho encontrar algo decente a buen precio. También cuesta que te escojan en un piso porque hay mucha demanda y, además, muchos buscan un perfil muy concreto. Para mí esta siendo un infierno". Así de crudo, así de cierto.

Pensaba en Aina y en su impotencia desmedida ante ese mensaje patriótico y las negativas recibidas en su periplo hacia la independencia vital, y en todas las Ainas que un día han cruzado el umbral de un portal con la ilusión de convertirlo en hogar—si lo han cruzado— y también les han dicho que no por cualquier otro motivo. Por no tener una nómina suficientemente alta, por no tener un trabajo suficientemente digno, por no tener pareja o tenerla del mismo sexo, por compartir con una amiga negra, por llevar un parche con la bandera transexual en la mochila, por no llevar la ropa que se supone que viste una persona pulcra y decente. Todo esto son casos reales; todo son denuncias vistas decenas de veces en Twitter aunque no copen titulares; todo también queda siempre en papel mojado.

La "peor desigualdad" es que existan desigualdades. Y mientras discutimos para defender exclusivamente nuestro trozo de tierra, o sea, la inmoralidad que nos toca más de cerca, algunos se mean de risa en sus sillones de terciopelo

La discriminación lingüística contra el catalán —como vuelve a demostrar lo que le pasó a Aina— es una de las injusticias que vivimos en Catalunya, pero no la única y, desde luego, no la más relevante. Porque ninguna lo es y todas lo son por igual. Si la sociedad cree que una desigualdad tiene más razones de ser que otras es cuando se empiezan a reproducir las mismas dinámicas autoritarias y abusivas de esta una hacia las otras, cumpliendo con ese presagio horrible del maltratador que un día fue maltratado y que ahora se defiende matando. La “peor desigualdad” es que existan desigualdades. Y mientras discutimos para defender exclusivamente nuestro trozo de tierra, o sea, la inmoralidad que nos toca más de cerca, algunos se mean de risa en sus sillones de terciopelo. Esa es la realidad más cruel y absoluta: que a los de arriba —los perfiles hipernormativos políticos, económicos, sociales o culturales— les viene de perlas que nos estemos tirando del pelo discutiendo sobre cuál es la desigualdad más injusta en lugar de hacer piña y quemarlo todo, que falta hace. Ya lo decía un Julio César nada sospechoso de ser de ni plebeyo ni de izquierdas: divide y vencerás.

De mientras, la situaciones discriminatorias se siguen reproduciendo en el metro, en las discotecas, en los comercios y en los Whatsapps que buscan desesperadamente un alquiler. El mercado —el sistema— siempre va a premiar al guapo, al blanco, al rico y al que habla la lengua mayoritaria —o la que los que mandan dicen que es prioritaria, que hay que blindar—. No es nada nuevo. Y el derecho al techo se ha convertido en el campo de batalla perfecto para que todas las segregaciones saquen a pasear sus quejas mientras los buitres esperan, impávidos, que se maten entre ellas. Un tuit viral no soluciona el problema. Un titular, tampoco. No, al menos, si las instituciones no recogen las demandas con un compromiso real de intentar frenar este despropósito en el que se ha convertido poder alquilar y, más aún, poder alquilar sin miedo. De nada sirve que mil Ainas se quejen si no se legisla y se castiga a los matones de patio de colegio, sean de la clase que sean.