Todas las obsesiones tienen un comienzo, y la de Jorge Luis Borges por la remota isla de Islandia se detona en su infancia, cuando su padre, en lugar de una bicicleta, una caja de rotuladores o unas chocolatinas, le regala el volumen de Völsunga Saga: un libro anónimo, escrito en el siglo XIII, traducido al inglés por William Morris y que pesa exactamente como un cadáver.

Borges ya era Borges antes de ser Borges, es decir, el viejo Borges. Cuesta imaginarlo, de niño, escondiéndose detrás de unos matorrales, cazando moscas, haciendo colillas, agujereándose los pantalones. Cuesta imaginarlo de niño, a secas. Probablemente porque no lo fue. O, al menos, no uno como los otros. Sus gustos eran firmes, exóticos. Encerrarse en la biblioteca de casa, subir como pudiera en la silla, abrir un tocho de 500 páginas, perderse en un laberinto de frases envejecidas y ondulantes. Algunas de aquellas lecturas le supusieron auténticas revelaciones. Como la de aquel manuscrito islandés que parecía que hubiera llegado a su vida, siguiendo la corriente del mar, para hacerla saltar por los aires.

En 1971, cuando visitaba Islandia por primera vez, un puñado de lágrimas le caían de los ojos: no eran los paisajes —ya estaba ciego—, eran las voces

Mucho tiempo después, en 1971, cuando visitaba el país por primera vez, un puñado de lágrimas le caían de los ojos. No eran los paisajes —ya estaba ciego—, eran las voces: aquella lengua deslizosa y enigmática que hasta entonces sólo había visto gravada con tinta negra sobre páginas amarillentas. Escuchar cómo sonaba era como poder tocarla con las manos. "Me emocionaba el mero hecho de estar allí". Cuando más tarde, aprovechando otra de sus giras europeas, la comunidad local decidió agradecer tanta admiración ofreciéndole la Orden del Halcón de la República de Islandia, el autor de El Aleph sintió como se cerraba un círculo. "Al día siguiente recibí no sé qué título de la Academia Francesa y me emocioné menos. Islandia tiene algo que no tiene ningún otro país para mí, ¿no? Francia es admirable, siempre ha sido admirable, pero Islandia es un poco como un tesoro que uno tiene”.

Jorge Luis Borges - archivo
Foto: Archivo

Para saber qué se le perdió a Borges en Islandia hay que atravesar su literatura hasta llegar a la casilla de salida. No es un viaje cualquiera. El tesoro es el regalo del padre, que le permite descubrir las sagas, género nórdico por excelencia: narraciones en prosa, amenas, de origen oral, repletas de aventuras, batallas y personajes del pasado, a medio camino entre el relato histórico y el cuento de hadas. Según el mismo Borges, aunque nadie más lo reconozca, aquello que ya hacían los islandeses hace diez siglos es lo que después repetirían Cervantes o Flaubert. Novelas. Las primeras. Tanta es la fascinación que siente que, cuando se decide a escribir, no puede esconderla. Su estilo siempre perseguirá la economía, la fluidez y el ingenio de los narradores de aquel idioma arcaico que lo acompañó durante toda su adolescencia.

Una oda a la isla

Casi 12.000 kilómetros, y un océano entero, separan el barrio porteño donde vive de la tierra del hielo, los volcanes, las borrascas y los vikingos. No importa. El nudo ya no se deshace. Borges se ha educado en la costumbre de mirar más allá. De aquí surge su interés por las literaturas lejanas, marginales, soterradas. Las rescata, las sacude, les pasa el trapo hasta que vuelven a lucir. "Gracias a Borges, Islandia hoy pertenece a la tradición literaria argentina, trajo ese mundo, lo puso acá, en el medio", resume la escritora María Negroni, de Rosario.

Su obsesión se dispara en 1955, cuando empieza a perder la vista. Es en aquel momento que se acerca más seriamente, con la intención de analizarlas a fondo, a aquellas criaturas extrañas que pasean desde hace años por su estantería: el inglés antiguo y, de rebote, uno de sus hermanos, el escandinavo, previo a las formas modernas del islandés y el noruego. Borges se zambulle como si no existiera nada más. Con la ayuda del lento diccionario. / Cuando el cuerpo se cansa de su hombre, / Cuando el fuego declina y ya es ceniza, / Bien está el resignado aprendizaje / De una empresa infinita; yo he elegido / El de tu lengua, ese latín del Norte / Que abarcó las estepas y los mares / De un hemisferio y resonó en Bizancio / Y en las márgenes vírgenes de América, deja escrito el el poema A Islandia.

Jorge Luis Borges - archivo
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La lengua que se habla en la isla, "ese latín del Norte", atrapa a Borges tanto por las figuras que proyecta —guerreros invencibles, marineros intrépidos y dioses barbudos que acabará incluyendo en sus obras— como por su sonoridad y su estructura. "Yo estudio islandés los sábados y los domingos, con un grupo medio secreto de personas...", confesó una vez en una entrevista, con aquella ironía tierna que lo caracterizaba. El islandés permite que se puedan hacer juegos de palabras sin caer en la artificialidad o la pedantería, y eso engancha al escritor. De hecho, Borges llegará a dedicar todo un libro a su sistema metafórico, besado en las kenningar, asociaciones de imágenes profundamente evocadoras que encienden la imaginación del lector. Era prácticamente imposible que un autor delicado y fantasioso como Borges no se enamorara locamente de un idioma que permite sustituir "batalla" por "tormenta de espadas".

Era prácticamente imposible que un autor delicado y fantasioso como Borges no se enamorara locamente de un idioma que permite sustituir "batalla" por "tormenta de espadas"

Enamorado de los viajes, Borges pisó tres veces aquel trozo de suelo abrupto que flotaba en el norte del Atlántico. Siempre acompañado de su pareja, María Kodama. "El islandés es uno de los idiomas que estudiamos para leer las sagas escandinavas. Él tenía una especie de pasión por esa historia. Islandia tuvo la primera democracia del mundo. Una vez al año, ahí, en una especie de roca, se reunían todos los pueblos que vivían alrededor, y entre todos hablaban y combinaban cómo regir el país", recordó una vez Kodama en el diario argentino Infobae. También explicó que les gustaba pasear durante horas, cogidos del brazo, por las calles grises e inmutables de Reykiavik. Que los lavabos de los hoteles donde se alojaban, a causa de las bajas temperaturas, solían tener un cartel donde se indicaba que primero había que abrir el agua fría, ya que la caliente salía directamente de los géiseres, hirviendo. Y que, incluso, en aquel lugar donde a veces sólo era de día, y a veces sólo de noche, se llegaron a casar.

borges y kodama
Borges y su pareja, María Kodama. / Archivo

La historia proviene del día en que, en una de sus caminatas, se encuentran con un sacerdote pagano. Borges ya hacía tiempo que quería casarse, así que cuando se cruzaron con aquel hombre, no se lo pensó dos veces, y le pidió que los ayudara. A Kodama se le escapaba la risa. El sacerdote los llevó a su casa y les hizo sentarse en una especie de escritorio donde, en lugar de libros, había huesos de animales por todas partes. "Hizo una especie de ritual: '¡En el nombre de Odín y de Thor, los declaro marido y mujer!' Así, un casamiento pagano. ¡Maravilloso!", rememoraba Kodama, divertida.

A cada minuto que pasaba, Borges se sentía un poco más unido a Islandia, como si realmente aquello también lo hubiera escrito alguien antes, la historia de un vínculo sorprendente e inevitable. La fijación se destapó en la infancia, cuando sólo tenía diez años, y duraría literalmente hasta el final. Si hoy visitas la tumba donde descansa, en el cementerio ginebrino de Plainpalais, la guía turística te aconseja que te fijes en el grabado del nombre o la cita que lo acompaña —"And forhtedon na ("y que nada temieran")—, pero también que des la vuelta a la lápida blanca y observes en su reverso el dibujo de un barco vikingo arrastrándose mar adentro. Él mismo lo encargó.