Si vives en Catalunya, tienes que saber que si quieres ir al cine para ver la nueva película de Kenneth Branagh, lo más posible es que te vendan la entrada y las palomitas en castellano, que te comas diez minutos de anuncios publicitarios en castellano y que el film, en versión original, lo mires subtitulado en castellano. Todo eso, fíjate, a pesar de vivir en una tierra que algunos dicen que sufre una fractura social, donde hay ciudadanos de segunda y donde la inmersión lingüística impide que los niños sepan qué es un carpintero. Te lo comento así de entrada porque a mí me pasó y fue lo primero que pensé cuando se apagaron las luces de la sala. Bueno, eso y la certeza de que algunas butacas de la sala 4 del Comèdia están más raídas que la soberanía del Parlament de Catalunya. Después, cuando en la pantalla apareció la escena inicial con una panorámica de la capital de Irlanda del Norte, me autoimpuse no pensar en política y me dediqué a disfrutar del cine, una de las mejores evasiones posibles contra la triste realidad mundana. Por desgracia, si escribo este artículo, es porque no lo conseguí.

Belfast

Buddy, alter ego de Kenneth Branagh, jugando a hacer la guerra sin entender la guerra existente a su alrededor. (Northern Ireland Screen)

Quien sí que lo consigue, en cambio, es el protagonista de Belfast, un niño de nueve años llamado Buddy a quien le encanta el séptimo arte y que es el alter ego de Kenneth Branagh de pequeño. Estamos en Belfast el verano de 1969 y el crío, un inocente niño de nueve años, juega tranquilamente a la pelota en el chaflán de su casa cuando un pelotón de jóvenes violentos ataca el barrio, tira cócteles Molotov y quema la mayoría de casas de la calle. El niño, asustado, se esconde bajo la mesa del comedor temblando y sin entender nada, al igual que tampoco entiende demasiada cosa ningún espectador de la peli, ya que no será hasta más adelante cuando adivinemos quiénes son unos y quiénes son los otros. El niño, por ejemplo, es el hijo de una familia protestante residente en un barrio obrero católico. Sus vecinos, por lo tanto, son católicos republicanos en un barrio de Belfast. Y los violentos son, pues, miembros paramilitares protestantes con un objetivo bien claro: limpiar el barrio, por todos los medios.

La oda nada maragalliana de Branagh en Belfast es visualmente deliciosa, pero tan naif e inofensiva como ocupar el aeropuerto de El Prat y decir "todo el mundo a casa" cuando llega la hora de cena

Ahora que ya te has hecho la idea de todo, hablemos claro: la distribuidora ha perdido una gran ocasión al no hacer un doblaje alternativo para los cines de Catalunya, ya que en este punto del largometraje habría sido mejor que el encargado de escribir los subtítulos hubiera puesto "os montaremos un Úlster que os vais a cagar" cuando el líder del Ulster Volunteer Force dice la frase, ya que limpiar el barrio de católicos significa echarles de sus casas, obligar a levantar muros que diferencien las zonas de la ciudad y, en definitiva, proteger el alma británica de todos aquellos rincones de Belfast en los cuales vive gente que desearía anexionarse a la República de Irlanda. Con todos estos ingredientes, es fácil pensar que Belfast lo tiene todo para convertirse en una película casi pornográfica para alguien que haya votado Ciudadanos ―y al PP, Vox e incluso al PSC― en los últimos diez años. Por desgracia de Jordi Cañas y compañía, sin embargo, a quien seguro que la sinopsis del film provoca más excitación que subir a Perpinyà a ver cine prohibido durante el franquismo, la presencia del conflicto norirlandés es radicalmente secundaria.

Políticamente hablando, Kenneth Branagh toca el violín de principio a fin por el simple hecho de que todo se ve desde los ojos del pequeño Buddy, un niño a quien la religión y las banderas le importan muy poco. La nostalgia, sobre todo cuando se remite a la infancia, nunca tiene lugar para aquello que no comprendemos. Quizás por ello, este tipo de oda nada maragalliana a Belfast de Branagh es visualmente deliciosa, pero tan naif e inofensiva como ocupar el aeropuerto de El Prat y decir "todo el mundo a casa" cuando llega la hora de cena. Para él, Belfast es un mundo estructurado en el cine como refugio, la felicidad de pasar las tardes en casa de los abuelos y la emoción de darle un beso a la niña católica de quien se ha enamorado en el colegio. Incluso por este motivo también me fue imposible no pensar en Jordi Cañas cuando salí del Comèdia, porque paradójicamente pensé que nos unía otra cosa aparte del gusto por las corbatas delgadas y las camisas entalladas: la certeza de que es muy presuntuoso bautizar una peli con el nombre de Belfast y centrarla tan poco en un conflicto político que cambió para siempre la vida de Belfast.

Belfast filme 2

La película es una carta de amor de Branagh al cine y a su familia. (Northern Ireland Screen)

Quizás no es tu caso, pero en el mío es la única cosa que seguramente me une al antiguo diputado de Ciudadanos, que sí que puede comprar una entrada y ver una peli en su lengua materna en Catalunya y que ahora, sinceramente, ya no sé por dónde anda. Sólo sé que el Úlster de Tabarnia que querían montarnos no les salió del todo bien, pero su fantasma ha quedado como una mancha que todavía lo embadurna todo. El Úlster catalán se edificaba sobre una mentira, pero la verdad es que son principalmente sus partidarios los que montaban pelotones de encapuchados para sacar lazos amarillos de los balcones, los que fomentaban limpiar símbolos independentistas, los que se inventan fake news y falsos policías lingüísticos en los patios de escuela, los que crean gobiernos de la Generalitat alternativos y los que todavía hoy quieren dividir a la sociedad para destruir la convivencia cívica en Catalunya, como en el Úlster.

El resto, a pesar de recibir hostias por votar, ver gente sufriendo en la prisión o tener presidentes en el exilio, procuramos hacer nuestra vida normal, defender nuestra lengua con normalidad y amar a nuestros vecinos, hablen la lengua que hablen y recen al Dios que recen. Somos como el pequeño Buddy, ya que cada día nuestros políticos nos hacen más difícil no tener ganas de mandarlo todo al carajo y evadirnos cada noche en el cine. Por suerte, sin embargo, el desencanto tiene menos fuerza que la ilusión de seguir demostrando que no, que no nos cagamos y que seguimos tozudamente alzados en la idea de construir un nuevo país en el cual gente como Jordi Cañas también pueda decidir qué vota, a pesar de que pueda parecer un argumento peliculero de ciencia ficción. No lo es. Se llama Catalunya y es una metonimia de valores más amplia que toda la que esconde la palabra Belfast.