Fue el año 1996 en el festival Doctor Music. Bad Religion era uno de los cabezas de cartel. Su cantante, Greg Graffin, invitó a un 'fan' a cantar con él en el escenario, y este sorprendió a todos acusando a los iconos del punk californiano de estar "calvos, gordos" y ser unos "vendidos". Tres décadas más tarde, inevitablemente están más calvos, pero siguen incombustibles, acrecentando bolo a bolo su leyenda.
Igual que hay bandas con una trayectoria similar a la de Bad Religion a las que se les adivina un final, con ellos da la sensación de que pueden seguir ahí de por vida, o al menos hasta que quieran
Igual que hay bandas con una trayectoria similar a la de Bad Religion a las que se les adivina un final, con ellos da la sensación de que pueden seguir ahí de por vida, o al menos hasta que quieran. Van encadenando efemérides con la excusa de seguir girando sin que se note el paso del tiempo. Quizá ese sea precisamente su secreto: no haberlo planeado, ni haber hecho nada especial para seguir vigentes y frescos como el primer día. La receta es simple: enchufan sus instrumentos con la misma actitud que hace 45 años, riffs contagiosos y letras sugerentes que gritar a pleno pulmón. Exacto, la misma fórmula y la magia de la repetición como sistema. Pero si algo funciona, ¿para qué cambiarlo? Esa también es una virtud. Los experimentos, en este caso, los justos. Puede que algún ajuste aquí o allá, pero poco más. Desde 1980 no han hecho otra cosa que coleccionar discos casi siempre notables, acumulando himnos uno tras otro. En ese sentido, una de las grandes virtudes de Bad Religion —en contraposición a otros coetáneos— es que su arsenal de canciones no está limitado a una única etapa de esplendor. El nivel de sus álbumes nunca ha bajado y, como si nada, van añadiendo nuevas piezas a su repertorio. Así se han ganado el respeto de todos.
Desde 1980 no han hecho otra cosa que coleccionar discos casi siempre notables, acumulando himnos uno tras otro
La primera gran explosión fue en los ochenta, con un Brett Gurewitz que fundó Epitaph con la idea de distribuir sus propios discos. Pronto, también se convirtió en la casa de muchos otros: durante un tiempo fue el mayor bastión del punk-rock. Quien publicaba allí sabía que lo hacía desde un sello con identidad. Tras discos de referencia como Suffer y No Control, ya en los noventa y con la irrupción de grupos como The Offspring o Green Day, una multinacional les echó el guante. Sí, seguían siendo punks, pero la magnitud y el alcance eran otros (Recipe for Hate y Stranger than Fiction tuvieron un gran impacto). De hecho, tanto eso como otros factores intangibles propiciaron que Gurewitz se apartara por un tiempo (Brian Baker entró en la banda para sustituirlo). Eso sí, al cabo de unos años volvió —para despejar dudas— y reflotar la nave con un disco como The Process of Belief, donde regresaban las canciones adrenalínicas de dos minutos. Desde entonces han cuidado su legado (con Greg Graffin como gran estandarte), ofreciendo justo lo que su público les pide: no traicionar el espíritu de Bad Religion y, como celebración, seguir sumando discos —ya con menor frecuencia, que la inspiración también tiene sus límites—, pero siempre con sustancia.
Bad Religion celebra estar en Barcelona
Así que, con un aperitivo a cargo de Strung Out —cada vez más metaleros, incluso con un guiño al Walk de Pantera—, unos CRIM en un nivel cada vez más alto, dominando la escena y logrando que, incluso cuando se fue el sonido, el público siguiera cantando, y unos Agnostic Front que ofrecieron su habitual descarga de hardcore neoyorquino de la vieja escuela, el ambiente ya estaba preparado. Pero, desde luego, aunque fue un buen calentamiento, el 100% del público estaba allí por Bad Religion. Y no se equivocaron. La banda, inmersa en una gira que enarbola la bandera de “45 años haciendo lo que quiero”, está en estado de gracia. Sin parafernalias, con buen sonido y tan solo una pancarta con su nombre como decorado: lo importante está sobre el escenario. En 2025 funcionan como un reloj suizo: sólidos, compenetrados y muy finos en cada ejecución. Pero más allá de un repertorio infalible —clásicos como 21st Century (Digital Boy), You o Generator, y otras sorpresas como la melódica Struck a Nerve o una delicia punk como Cease—, la clave de su éxito actual es que todavía disfrutan tocando juntos. Y que Greg Graffin sigue siendo un maestro al micrófono: impecable en cada estrofa, controlando los tiempos y dominando la escena. Sostiene a la banda con su presencia y su habilidad vocal. A su lado, Brian Baker lleva el timón a la guitarra (qué manera de tocar), mientras que la sección rítmica —con un Jay Bentley siempre imponente al bajo— asegura que todo ruede como debe. La maquinaria está perfectamente engrasada. Es al llegar American Jesus —quizá su gran himno— cuando cobra forma esa idea de que los californianos han llegado hasta aquí con un único objetivo: conquistar el mundo (de hecho, tienen una canción en No Control que lo dice claramente). Y a fe que lo consiguen. Porque sí, es sábado por la noche, y Bad Religion celebra estar en Barcelona (“¡Ojalá cada sábado aquí!”, dijeron). Entonces, ¿ha envejecido bien el punk? Diría que sí.