Este lunes día 18 hace ochenta años que estalló la Guerra Civil española. Un conflicto provocado por el estamento militar que se sublevó contra la legalidad republicana. Una curiosa paradoja que nos regala la historia. Porque ochenta años más tarde, los herederos ideológicos del "Movimiento" resultante del "Alzamiento" –los que se niegan a condenar los crímenes de la dictadura y a dotar la ley de Memoria Histórica- se han atrincherado en la legalidad constitucional, que subliman como sagrada fuente de ordenamiento y convivencia. La diferencia radica en el papel que interpretan los actores en el escenario de la historia. El año 1936 el Estado español estaba gobernado por un frente de izquierdas. Y las derechas eran a la oposición. El "Alzamiento" es la manifestación de desprecio más absoluto a la democracia y a las instituciones. Una guerra fabricada que provocó el enfrentamiento de las dos Españas. Y que también enfrentó dos Catalunyes.

La sociedad de 1936

La España de 1936 era muy diferente de la del 2016. La España que heredó el régimen republicano era un país rural y agrario que -a diferencia de lo que había pasado en Europa en los dos siglos anteriores- ni había llevado a cabo una reforma agraria –que equivale a decir un reparto del uso de la tierra- ni una revolución industrial –que es lo mismo que decir una diversificación de la producción. Con todas las consecuencias derivadas de esta situación. La más importante era el hecho cultural. La España atávica y eterna resistía en el medio rural impertérrita al paso de los siglos. El caciquismo social y político –el del "Crimen de Cuenca" y el de "Los Santos Inocentes"- era la consecuencia más directa. Excepción hecha de los escasos polos industriales -que absorbían la conflictividad del campo y la matizaban en un paisaje de hornos, humaredas y telares-, que lucían con dificultades cierta vocación de progreso en un desierto de subdesarrollo y de profundas diferencias sociales y económicas.

Los protagonistas de la película "Los Santos Inocentes"

En este paisaje dramático –que con tanto acierto retrataron los escritores castellanos de las generaciones del 98 y del 27-, Catalunya era una excepción. Una relativa excepción. Que combinaba las luces y las sombras de una sociedad industrial en lucha permanente para ganar el derecho laboral más elemental y de una sociedad agraria que recogía los frutos del impulso del siglo de la Ilustración -la centuria de 1700-, pero que mantenía vivas ciertas formas de dominio a medio camino entre el caciquismo hispánico y la mafia italiana. Cosas de catalanes. La inevitable influencia mediterránea. Barcelona había superado el millón de habitantes. Y era la ciudad más poblada de la península. Más que Madrid o que Lisboa. Una metrópoli dinámica, innovadora y creativa. Un centro industrial y cultural de primer orden a nivel europeo. El París del Mediterráneo. Pero que no podía ocultar un estado de miseria –transformado en lucha- que se cernía sobre los barrios obreros.

La Catalunya de 1936

Por decirlo de una manera ilustrativa –y esquemática- media Barcelona alternaba Liceu y Palau, y la otra media ablandaba los adoquines para alzar barricadas. La Generalitat republicana, tan pronto como alcanzó el gobierno del país el año 1931, dictó leyes dirigidas a corregir estas desigualdades. Leyes laborales, agrarias y culturales. El sueño del presidente Macià: trabajo, vivienda, escuela y... el 'hortet'. Pero hacían falta años para vencer a la resistencia de las oligarquías. Vistas por el conjunto de la sociedad como un freno a las aspiraciones sociales de la mayoría. Articuladas en torno a la Lliga Regionalista –un partido potente y con historia- y de la figura de Francesc Cambó –un político muy hábil y muy bien relacionado con el poder de Madrid. Un hecho que recuerda la historia reciente de un partido que, después de muchos años, ha acabado perdiendo su representación en las instituciones. Los hechos de 1934, la proclamación del Estat Català y la intervención seguida de la Generalitat representaron un paro repentino que no se pudo reanudar hasta 1936.

El triunfo del Frente de izquierdas y la derrota de las derechas, en las elecciones generales de 1936, devolvieron el Estado español al escenario de 1931, el año de la proclamación de la República. Con ligeros matices. Las derechas –que habían gobernado entre 1933 y 1936- tampoco habían tenido tiempo suficiente para deshacer la obra que habían construido las izquierdas entre 1931 y 1933. Un paisaje absurdo –de posicionamientos irreconciliables- dominado por una extraña dinámica de construcción y de derribo que presagiaba un final trágico. En Barcelona el golpe de estado militar de 1936 fue rápidamente neutralizado. Como lo fue en toda Catalunya. Pero en España triunfó en muchos lugares, y se convirtió en una guerra. Que afectó a Catalunya desde el buen comienzo. Las capas más desfavorecidas de la sociedad catalana se sumergieron de lleno en la defensa de la causa republicana –y revolucionaria-, hasta elevarla a la categoría de mito.

Mossos d'Esquadra muertos en Barcelona al inicio de la guerra

El desbarajuste de 1936

En Catalunya la simbología revolucionaria, la estética de guerra y los discursos dogmáticos invadieron la acción de los sindicatos obreros y de los partidos políticos de izquierdas. Se hizo difícil distinguir la línea que separaba República y revolución. Y en aquella situación de excepcionalidad, el gobierno de la Generalitat perdió progresivamente el protagonismo político y el control del orden público. Hechos como el asalto anarquista a la prisión Modelo, o el asesinato de Josep Badia Capell, jefe de los Mossos d'Esquadra –víctima de un oscuro asunto que implicaba a altas personalidades del Govern de la Generalitat, confirman las profundas diferencias que separaban a la sociedad catalana del momento. Y desmitifican la idea de que Catalunya dio una respuesta en bloque al conflicto civil español. Plenamente sumida en las tensiones políticas y en los conflictos sociales de las décadas anteriores. Y en la desconfianza mutua que se tenían los actores más destacados de la política.

En pleno conflicto, la Columna Durruti, anarquista, asaltó la prisión Modelo de Barcelona. Un hecho que, por si solo, explica muchas cosas. Durruti prometió la libertad a todos los presos comunes que se añadieran a los anarquistas militarizados que se dirigían al frente de guerra de Aragón. No hay que hacer un gran esfuerzo para imaginar que la prisión quedó vacía. Y en su periplo hacia el frente, Durruti y su gente dejaron un rastro trágico de muertos –personas supuestamente de derechas fusiladas sin ningún tipo de cargo ni de juicio-, y de destrucción –edificios religiosos y archivos parroquiales de gran valor histórico que se perdieron para siempre. La acción de los anarquistas y la inacción de respuesta de la Generalitat –por probada falta de recursos más que por incapacidad o indolencia- supuso un antes y un después en la relación de confianza que una parte de los catalanes habían depositado en la revolución.

"Un inmenso solar"

Pasados tres años, la Guerra Civil española, se saldó en Catalunya con 65.000 muertos, 185.000 encarcelados y 350.000 exiliados. Seiscientas mil personas arrancadas brutalmente de sus vidas que representaban un 20% de los tres millones de habitantes que tenía Catalunya al inicio del conflicto. Un capital humano que, de una manera o de otra, se perdió o se estropeó para siempre, con las trágicas consecuencias –a nivel personal, familiar y de país- que ello representó. Catalunya quedó derrotada socialmente, devastada económicamente y decapitada políticamente, cumpliendo los deseos de Queipo de Llano –uno de las jefes del "Alzamiento" con Francisco Franco-, que resumió su ideal de guerra en la frase: "Transformaremos Madrid en un vergel, Bilbao en una gran fábrica, y Barcelona en un inmenso solar". Hace ochenta años.