París, 14 de mayo de 1643. Luis XIII (1601-1643) —el segundo monarca francés de la dinastía borbónica— había muerto inesperadamente y el poder de Francia quedaba en manos de dos personajes que marcarían claramente la trayectoria política de su heredero Luis XIV: la reina viuda Ana de España (hija del rey hispánico Felipe III) y el cardenal-ministro Mazzarino (sucesor y fiel continuador del cardenal Richelieu). Francia ultimaba los detalles para convertirse en una monarquía absolutista, en un estado centralizado y en la primera potencia europea. Luis XIV, que a la muerte de su padre sólo tenía cuatro años, tendría que esperar hasta los dieciocho para coger las riendas del poder. Pero cuando finalmente lo hizo, unió los tres ejes de los cardenales (monarquía-estado-liderazgo continental) y se hizo llamar "le Roi Soleil" (el Rey Sol). Un sobrenombre que también respondía a una exitosa trayectoria, no exenta de violencia, que únicamente se vería oscurecida por los conflictos que mantuvo con Catalunya y con sus instituciones.

¿Qué —y quién— era Luis XIV?

Luis XIV no fue el creador de la razón de estado, es decir, la ecuación que calcula el estado moderno, pero sí que fue quien materializó el viejo sueño de Maquiavelo. Durante sus cincuenta y ocho años de gobierno efectivo (1657-1715) implementó entusiásticamente las políticas centralistas que había heredado de Richelieu y Mazzarino y aplicó con devoción la ideología religiosa que le había inculcado Ana de España. Luis XIV domesticó a las clases aristocráticas que habían disputado el poder a sus antepasados y las recluyó en la jaula de oro de Versalles. Y apagó con sangre y fuego las revueltas sociales —las jacqueries— que le discutían su programa de gasto de guerra. Todo, con una intensa teatralización que pasaba desde convocar la corte al dormitorio real para asistir al inicio de la real jornada —la salida del sol—, hasta sembrar Francia de estatuas ecuestres de su real figura con el propósito de refrescar la memoria de quienes habían tenido el atrevimiento de pensar que lo podían descabalgar.

Cardenal Richelieu. Font Musee desde Beaus Arts de Strasbourg

Cardenal Richelieu / Fuente: Musée des Beaux Arts de Strasbourg

Paz de los Pirineos

La relación tempestuosa entre Luis XIV y los catalanes empezó con la negociación y la firma del Tratado de los Pirineos (1659), que tenía que poner paz a veinticuatro años de guerra entre las monarquías hispánica y francesa para dirimir el relevo del liderazgo europeo. Y aunque los catalanes no estuvieron presentes, porque la cancillería hispánica se ocupó de que no estuvieran, en la isla de los Faisanes —el lugar de la negociación— se forjó la ideología profundamente anti-catalana del Rey Sol. La cancillería francesa de Mazzarino, con la sartén por el mango, exigía compensaciones territoriales a cambio de la paz: prioritariamente los Países Bajos hispánicos (las actuales Bélgica y extremo nordoriental de Francia), de lengua y cultura francófona, de religión católica y económicamente muy potentes. En cambio, se tuvieron que tragar masticando cristales los condados norcatalanes del Rosselló y de la Cerdanya, tradicionalmente rebeldes, secularmente anti-franceses, y económicamente empobrecidos por el conflicto.

El Rosselló, la Cerdanya y Flandes

Endosar el Rosselló y la Cerdanya al Borbón francés no fue un éxito de la diplomacia hispánica. Si bien es cierto que Luis XIV y Mazzarino, concluidas las negociaciones, propusieron al rey hispánico Felipe IV y a Luis de Haro (el sobrino y sucesor del conde-duque de Olivares) un canje; también lo es que la negativa española no fue interpretada como un fracaso. Luis XIV pensó que los Países Bajos hispánicos acabarían cayendo hacia su lado. Cuestión de tiempo. Y mientras tanto, se empleó a fortificar los condados catalanes ultra-pirenaicos con el convencimiento de que se quedarían en su poder como un premio extraordinario. Lo que no contemplaba era la durísima resistencia que le presentarían los catalanes del norte. Con el mejor ejército del mundo, tardaría dos décadas en tener bajo control el regalo envenenado español. Al gallo francés las dos revueltas de los Angelets de la Terra (1667-1668 y 1670-1674) le alborotarían el gallinero —activarían revueltas internas en otros lugares de sus dominios— y le generarían un fuerte sentimiento de rechazo hacia los catalanes.

Cardenal Mazzarino. Fuente Museo de Versalles

Cardenal Mazzarino / Fuente: Museo de Versalles

Las razones de Luis XIV

A Luis XIV no le pasaban por alto tres detalles de gran importancia. El primero era que el año 1641, en plena revolución catalana de los Segadors (1640-1652), las instituciones catalanas —hay que aclarar que presionadas por Richelieu— habían proclamado a su padre Luis XIII conde de Barcelona. El segundo era que aquel conflicto se había resuelto (1652) a la manera "española": humillando a los catalanes, que, aun derrotados, tenían más motivos, todavía, para huir de las garras del rey hispánico. Y el tercero era que en la negociación del Tratado de los Pirineos (1659) la cancillería hispánica había convertido en papel higiénico las Constituciones de Catalunya —el texto legal que documentaba la relación entre el Principat y la monarquía hispánica—, que prohibían la separación de cualquier territorio catalán sin la autorización de las Cortes catalanas. El Tratado de los Pirineos había sido para Catalunya algo más que una amputación: era la destrucción del eje comercial Barcelona-Girona-Perpinyà, uno de los nervios de la potente clase dirigente mercantil catalana.

El avispero catalán

Aquello que para la corte hispánica de Felipe IV y De Haro no era más que el castigo merecido por la revolución independentista de los Segadors, en cambio para Luis XIV y Mazzarino era una oportunidad. Ofrecer a los catalanes la posibilidad de reunificar su país y reconstruir uno de los grandes ejes de su economía era una baza que conservarían durante décadas. En el imaginario político de Versalles, los Países Bajos hispánicos acabarían cayendo hacia su lado, y el Principat de Catalunya, también. Pero el problema —y nunca más bien dicho— estibaba en convencer de nuevo a las clases dirigentes catalanas que, después de la guerra de los Segadors, estaban muy resentidas con el Borbón francés y su cancillería. Richelieu y Mazzarino habían retorcido a placer la alianza política y militar franco-catalana; y los soldados franceses que habían luchado al lado del ejército catalán habían perpetrado verdaderos abusos sobre la población civil. Las revueltas norcatalanas se explicaban no tan sólo por el nuevo sistema impositivo borbónico, sino como una venganza por los abusos de los militares.

Mapa del reino de Francia (1669). Fuente Bibliothèque Nationale de France

Mapa del reino de Francia (1669) / Fuente: Bibliothèque Nationale de France

Las patas de Francia

Catalunya tenía un interés estratégico prioritario para Luis XIV. Era la pata occidental de un proyecto expansivo orientado hacia las penínsulas italiana (la república de Génova) e ibérica (el Principat de Catalunya). En ningún caso quería resucitar los Pactos de Ceret (1639), previos a la Revolución de los Segadors, que habían firmado las cancillerías de Barcelona y Versalles y que habían convertido Catalunya en un principado semi-independiente bajo la protección militar de Francia. O mejor dicho, que habían desplazado Catalunya —que ya era un principado semi-independiente— del edificio político hispánico a la órbita política francesa. El asesinato del presidente Pau Claris (1641), que había proclamado la I República catalana, sería una pieza que formaría parte destacada de este thriller. Desde que había puesto las nalgas en el trono de París, el sistema foral francés se había desintegrado a gran velocidad. Luis XIV sólo quería heredar la dignidad condal de Barcelona, es decir, aquella parte de la historia que convertía Catalunya en patrimonio de la dinastía borbónica.

Razones convertidas en palomas

A Luis XIV las razones se le convirtieron en palomas. Muerto Mazzarino (1661), ninguno de los estadistas que les sucederían alcanzarían la categoría política de los cardenales. Mazzarino no tenía tan sólo la habilidad y la inteligencia políticas —y una idea de Francia— necesarias para conducir el proyecto, sino que también tenía un profundo conocimiento de la historia y de la sociología catalanas. Había nacido y se había criado en los Abruzos italianos —un territorio que formaba parte del reino de Nápoles, es decir, de la Corona de Aragón, desde 1443—. Mazzarino había contemplado la posibilidad de resucitar el Pacto de Ceret, e incluso, convertir Catalunya en un estado-tapón entre los dominios de los Habsburgo y de los Borbones. Pero Le Tellier, Colbert, Lione y Fouquet estaban embriagados de poder y no supieron leer el mapa. La Revuelta de los Barretinas (1687-1689), que era un rebrote de la Revolución de los Segadors, pasó desapercibida en Versalles. Y cuando se decidieron a movilizar la armée (1689), la burguesía barcelonesa —asustada— aplastó la revuelta con milicias mercenarias.

Mapa francés de Catalunya (1689). Fuente Bibliothèque Nationale de France

Mapa francés de Catalunya (1689) / Fuente: Bibliothèque Nationale de France

El fracaso de Luis XIV

La proyección mediterránea de Luis XIV —la salida del sol francés sobre el Mare Nostrum— quedaría eclipsada por el fracaso francés en Catalunya. La cancillería de Versalles no supo nunca cómo recuperar las relaciones deterioradas después de la Revolución de los Segadors (1640-1652). Catalunya sería la sombra que oscurecería, no tan sólo el proyecto expansivo meridional de Luis XIV, sino que también sus políticas autoritarias y anti-populares en el Midi francés. Luis XIV tomaría nota. Y si bien no podría hacer retroceder el reloj del tiempo, sí que recomendaría a su nieto Felipe V —el primer Borbón hispánico— que no empleara la estrategia de masacrar a los catalanes. Incluso, cansado del odio visceral que el nieto destilaba hacia los catalanes, le impuso un cambio en el alto estado mayor. En la Guerra de Sucesión hispánica (1701-1715) Luis XIV desautorizó la destrucción que Felipe V le había reservado en Barcelona, y forzó el cambio de Popoli —el general felipista en Catalunya— por Berwick —uno de los militares de su confianza que había combatido en el conflicto—.