Hubiera podido pasar desapercibido, pero Mariano Rajoy puso el foco hace unos diez días en el Congreso de los Diputados contestando al portavoz de Esquerra Republicana, Joan Tardà. El Gobierno que presidía buscaba el respaldo de la Unión Europea frente al independentismo catalán y estaba negociando con los 27 estados introducir una referencia a "la obligación de todos los ciudadanos" de cumplir las leyes en sus respectivos estados. Esto y alguna consideración más esperaba el presidente del ejecutivo español que se recogiera en la declaración de tres folios firmada al término de la cumbre del 60 aniversario del Tratado de Roma que se ha celebrado este sábado en la capital italiana.

Lo cierto es que no existe referencia alguna en un documento que, por otra parte, es enormemente pobre y genérico y que no hace sino reflejar el estado catatónico en que se encuentra el viejo continente. Pretender que Europa pueda llegar a jugar un papel político importante es ciertamente una quimera, sobre todo porque no hay unidad política y lo único que queda es una unidad de mercado. Si la reunión del 60 aniversario de la firma del Tratado de Roma hubiera querido ser mínimamente seria, se tendría que haber empezado por replantearse cual ha de ser el papel del continente hacia la nueva inmigración y cual tenía que ser la respuesta humanitaria ante la llegada de millones de ciudadanos. Frente a eso, el documento habla más de terrorismo que de personas y de defensa y de seguridad mucho más que de cooperación. Ciertamente, con esta visión como único eje motriz el futuro solo puede ser sombrío.

Aunque Rajoy no se haya salido con la suya, tampoco hay que ser ingenuos. La Europa política no espera ni mucho menos a la Catalunya independiente. Será suficiente con que no se oponga. Y ahora que el exministro Margallo ha puesto al descubierto el juego sucio del Gobierno español y los esfuerzos realizados por su ministerio, al tiempo que predicaba que la independencia catalana era imposible, quizás más de un gobierno extranjero sentirá vergüenza por sus palabras. Porque, si es cierto que se han pedido favores y se han de pagar, también es cierto que al que los recibe no le gusta ser señalado en público. Aunque el regalo de Margallo haya valido la pena.