Hace algo más de un mes el Parlamento Europeo y el Consejo llegaron a un acuerdo sobre el borrador de la nueva normativa que debe regir la emisión de bonos verdes. Lo hacían bajo la fuerte presión de una anomalía tan elocuente como la realidad de un mercado inundado de productos financieros supuestamente sostenibles o verdes y la imperiosa necesidad de clarificar un poco la cuestión y dar un mínimo de sentido a un modelo de inversión focalizada de verdad hacia objetivos ambientales serios. La propuesta de ambas instituciones europeas no es para tirar cohetes. Al final propone que hasta un 15% de las inversiones obtenidas a través de fondos verdes se pueda dedicar a actividades que nada tiene que ver con el cuidado ambiental, incluidas las absolutamente contrarias a ese loable objetivo. Si algo tiene un 15% de negro se puede considerar verde suficiente, dicen en Bruselas. Casi por esas mismas fechas el presidente del banco BBVA, Carlos Torres, afirmaba que si las autoridades reguladoras se decidían por perseguir en exceso el ecopostureo en el mercado financiero, los que presumen de verdes sin serlo en absoluto, la banca se plantearía abandonar sus compromisos climáticos. Una advertencia directa al hígado de quien corresponda. Coincidiendo también en el tiempo, y en la misma línea, Guillaume Abel, líder de Mirova, una de las mayores gestoras de fondos de Europa, aseguraba que, si la UE se pone estricta en el control de los fondos verdes, acabarán desapareciendo. Actualmente no hay nada tan desprestigiado como un ranking de empresas sostenibles o de las mejores en ESG. Los hay a decenas y sus resultados mueven al sonrojo cuando una misma empresa puede ser líder mundial en uno o no aparecer ni entre las cincuenta primeras en otro. Pero eso no impide que cada semana se publiquen todo tipo de estudios y análisis sobre el altísimo grado de compromiso de las empresas con los objetivos ambientales. Robeco acaba de hacer pública su encuesta anual sobre compromisos ambientales en el mundo financiero y una mayoría de las primeras empresas mundiales confiesa estar firmemente comprometida con los objetivos de eliminación total de emisiones contaminantes en el horizonte de 2050. Por compromiso, que no quede.

 El universo empresarial y financiero está inmerso en un enorme tsunami de sostenibilidad que lo inunda todo. Empresas y bancos se dotan de todo tipo de comités de sostenibilidad, de expertos, de asesores, inventan cargos ad hoc y reformulan organigramas. Todo el mundo habla de compromisos y de involucración total pero la verdad es que no saben qué hacer para enfrentarse de verdad a esta amenaza climática que pende sobre nuestro futuro inmediato. No hay estrategias, ni líneas claras de actuación, sólo un ramillete de medidas superficiales (renovables, reciclar) que mitigan un poco el gran problema y calman mucho las conciencias. Tanta preocupación ambiental sobre el papel y ha bastado que la UE ponga sobre la mesa el llamado plan Euro7, que limita las emisiones contaminantes de los motores de combustión a partir de 2025, para que toda la industrial automovilística haya puesto el grito en el cielo amenazando con cierre de plantas y despidos masivos si se les obliga a inventar tecnologías limpias para la amovilidad que permitan afrontar un poco mejor el futuro climático.

El desconcierto a la hora de afrontar el cambio climático no es exclusivo del mundo de los negocios. Afecta de lleno a la ciudadanía. ¿Nos creíamos concienciados con la sostenibilidad? ¿o, al menos, los jóvenes?  Un reciente informe de Bloomberg sobre el sector de la moda rápida en todo el mundo, que genera una huella ambiental descomunal, señala que es tal su nivel de expansión y proyección futura que pensar que se está comprando ropa con algún tipo de conciencia o preocupación ambiental, como muchos estudios presumen, es una idea que carece de prueba empírica alguna que la avale. El informe viene a decir que la industria textil implicada en la moda rápida, Inditex, Mango, H&M, Shein, Temu…, puede abandonar cualquier preocupación ambiental, pues a sus clientes les importa muy poco la cuestión.

Parece claro que el desconcierto generalizado frente a la amenaza climática lo provoca el hecho de que es tan negro el futuro que nos espera que preferimos no mirar y hacer como que hacemos algo. La procrastinación climática está en su pleno apogeo. Tomaremos medidas mañana, nos repetimos cada día. Y todo indica que cada vez hay menos tiempo. Y eso que estábamos avisados. Hace casi cuarenta años el profesor Martínez Alier definió las bases de la economía ecológica y dejó bien claro que si queremos salvar el planeta hay que crecer menos. Él sí que sabe lo que es predicar en el desierto.

El último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos en Cambio Climático de Naciones Unidas (IPPC) ha actualizado los datos sobre la situación climática y los resultados ponen los pelos de punta. No decrecemos, sino al contrario, estamos haciendo que las emisiones de gases de efecto invernadero crezcan un 1% el último año. El tiempo para reaccionar se acaba; las ventanas de actuación efectiva se están cerrando. Propone una serie de actuaciones de esas que un alto directivo de una empresa petrolera no quiere que aparezcan ni en sus peores sueños:   

-Los países desarrollados deben comprometerse a alcanzar las emisiones netas cero lo más cerca posible de 2040 (actualmente las promesas se centran en 2050).

-No autorizar nuevas plantas de carbón y la eliminación gradual de las existentes para 2030 en las naciones de la OCDE, y para 2040 en todos los demás países. Además, poner fin a toda la financiación internacional pública y privada del carbón.

-Garantizar la generación de electricidad de cero emisiones netas para 2035 para todos los países desarrollados y 2040 para el resto del mundo.

-Cesar toda concesión de licencias o financiación de nuevos productos de petróleo y gas. Y detener cualquier expansión de las reservas existentes de petróleo y gas. También se debe establecer una reducción gradual global de la producción actual de petróleo y gas.

-Cambiar los subsidios de los combustibles fósiles por una transición energética justa.

-Los ejecutivos de todas las compañías de petróleo y gas deberían presentar planes de transición creíbles, amplios y detallados que incluyan y desglosen claramente los recortes de emisiones reales para 2025 y 2030, y los esfuerzos para cambiar los modelos de negocio para eliminar gradualmente los combustibles fósiles y ampliar la energía renovable.

-Acelerar los esfuerzos para brindar justicia climática y promover reformas para garantizar que los bancos multilaterales de desarrollo otorguen más donaciones y préstamos para la lucha climática y movilicen plenamente la financiación privada. Esto incluye que los países desarrollados cumplan con el compromiso de movilizar los 100.000 millones de dólares al año para las naciones en desarrollo.

No me extraña que la prensa económica apenas haya prestado atención a este alegato de Naciones Unidas sobre la amenaza climática y que del mundo empresarial no haya salido ni un sólo comentario.

Christopher Clark, profesor de Historia en Cambridge, escribió un libro sobre las causas de la Primera Guerra Mundial. Lo tituló Sonámbulos, pues explica que así actuaron las grandes potencias en los años previos que llevaron a la gran catástrofe. Me temo que estamos en esa línea frente a la catástrofe ambiental que nos espera. Caminamos como sonámbulos, sin rumbo, sin saber lo que hacemos, sin saber qué debemos hacer, perdidos; y lo que es peor, sin querer despertar.